Rosalía aparece de pie en la portada de LUX, su nuevo álbum, vestida con un hábito blanco que cae hasta el suelo. La tela se ajusta al cuerpo como una camisa de fuerza, inmovilizándola. Lleva un velo del mismo tono que cubre parcialmente su rostro. Los labios, pintados de dorado, destacan sobre la palidez general de la imagen. No hay adornos ni fondo reconocible: solo ella, atrapada entre la pureza del blanco y la rigidez del tejido, suspendida en un gesto que parece, a la vez, contenido y forzado. El anuncio oficial del álbum se realizó mediante una transmisión en directo en TikTok: la artista se mostró en la Plaza del Callao, en Madrid, rodeada de teléfonos alzados que la convertían, una vez más, en su propio altar.
Decía McLuhan que “el medio es el mensaje”. El mensaje no está en el velo, ni en la voz, ni en el gesto: está en el medio. Y el medio es TikTok, ese lodazal donde ahora se cuece la podredumbre, donde la vanidad se disfraza de autenticidad, el ruido se adorna de significado y el trance de la estupidez se confunde con la revelación. El escenario perfecto para que la monotonía mecánica del espectador retoce, encerrado en el círculo de la locura del scroll continuo, vacío y sin fin. Un ejército de boludos, que diría un rioplatense, rodeados de miseria mental, pasa allí horas y horas, voluntariamente entre rejas, como las ratitas de Skinner, en una suerte de experimento global donde nadie sabe ya quién aprieta la palanca ni qué migaja persigue. Un zoológico de almas que se creen libres mientras giran en la rueda luminosa del torrente digital infinito. Allí el tiempo no transcurre: se disuelve. El deseo se convierte en reflejo, la identidad en eco y la belleza -esa antigua forma de resistencia- en un filtro de moda con fecha de caducidad.

En TikTok, la corte de iniciados en las liturgias del algoritmo ha encontrado el filón místico, y no es nuevo: Madonna ya trató de maridarlo con música en Ray of Light en la década de los noventa. "¿Pero ´márquetin`y la `mística´ no es un oxímoron?», preguntará uno de esos terrestres que jamás ha puesto un pie en las redes. Y cualquier influencer, en su tono de autosuficiencia pedagógica, le explicaría que el asunto admite interpretaciones, y añadiría: "La mística nos sumerge en una ola de misterio. ¿Acaso el misterio no es una vieja estrategia de márquetin?". Después, tan pancho, concluiría: "¿Te das cuenta de que misticismo y márquetin no son incompatibles?". Y si otro de esos terrestres, buscándole las cosquillas, le preguntara: "Pero ¿comparar a Rosalía con Hildegarda von Bingen no es una osadía?", respondería sin inmutarse: "¿Acaso eres comunista? Pero qué más da, si da dinero".
Llegado a este punto, quizás lo más sensato sea preguntarse por las credenciales de TikTok. ¿Será que su principal mérito es que su dueño estuvo en la coronación? Y no como testigo, sino como coro, contribuyendo a amplificar el ruido, transformando la consigna en baile, el baile en arrodillados, los arrodillados en meme y el meme, al fin, en verdad. No hubo látigos ni órdenes, solo la seducción del espectáculo. TikTok es intocable, también para nuestra artista de moda. Con las cosas de comer no se juega. ¡Hala, hala! El scroll no se puede detener; como el capital del que hablaba Marx: si deja de moverse, se desploma.
En aquella ceremonia que inauguraba una nueva era -la era de la obediencia ciega: "por un dólar, mato" todos permanecieron genuflexos, entregados a la lógica de la pantalla, donde toda convicción se disuelve en entretenimiento. Entre tanto, el plantel de burócratas que dirige a la vieja Europa, con la virtud ya invertida, finge redactar informes desde la distancia, mientras el nuevo Calígula alza su trono sobre la histeria digital. Qué inocentes los europeos: con la vejez llega la regresión y la conducta se torna infantil: pretenden regular lo que ya es imposible controlar: un poder que no necesita ejércitos, solo clics. Pero el ejército, ya se sabe, tiene su punto de versatilidad; que se lo pregunten a Trump: «General Brown, prepara algunos Tomahawks; voy a asesinar unos cuantos infelices. ¡Matar sin juzgar! Por Dios, qué morbo me da». Y mientras tanto, millones de súbditos sonríen ante la cámara, convencidos de participar, cuando en realidad son ellos quienes, voluntariamente, hacen girar el molino del delirio.

