La infancia es una lejana patria, quizá la única, un lugar bien iluminado que viene a visitarnos regularmente. Sigue ahí tal cual, manipulada a voluntad por nosotros mismos para volverla menos prosaica. Por aquello de la supervivencia y la salud mental, eliminamos el frío, la soledad, la tabla de multiplicar y los domingos por la tarde. Los recuerdos de la infancia están llenos de personas, lugares y objetos que ya no existen, se extinguieron hace mucho tiempo. Aunque entonces creíamos que durarían siempre.

Mi barrio creció robándole terreno a la Vega de Granada. En poco tiempo surgían de la nada, o mejor dicho del barro, inmensas colmenas de ladrillo que atraían cada vez a más y más gente. Salvo por esos cambios y las modas setenteras, todo estaba inventado ya. La sociedad parecía estar establecida de esa forma para siempre. Eso al menos me parecía a mí en mi corta experiencia vital de ocho años.

No podía imaginarme cuánto podrían cambiar las cosas en poco tiempo. Murió el dictador, la dictadura tardó un poco más, los cambios se fueron sucediendo, al tiempo que iba dejando de ser un niño. No le daba importancia entonces a cosas que creía perennes. Poco a poco el barro fue sustituido por el asfalto. Llegó la democracia y fueron desapareciendo los carteles en los que se leía “reservado para mutilados de guerra” y “por razones de higiene se prohíbe fumar y escupir” que había en los autobuses urbanos.  

Aquel mundo y las personas que le daban vida han desaparecido. La morfología del paisaje urbano y humano de entonces solo vive en fotografías en blanco y negro. Ya no se ven “Mobylettes” ni motocarros, ni “Simca mil doscientos”. No se oye el sonido de las “flautas de pan” de los afiladores, ni huele a gasolina normal, con su plomo correspondiente. El “mundo antiguo” estaba lleno de tiendecitas de ultramarinos, lecherías, talleres de mecánica, tiendas de muebles y de ropa, pescaderías, cabinas de teléfonos y talleres artesanos de todo tipo. Había también salas de cine de reestreno.

Podríamos pensar que hubo un antes y un después a partir de una determinada fecha, pero no fue así. Las extinciones fueron progresivas. Uno no se daba cuenta de cómo perdíamos cosas para ser sustituidas por otras. O para no ser reemplazadas por nada. Se han perdido muchas cosas negativas, afortunadamente. Ya no hay sabañones, ni pantalones de campana, ni tapetes de croché sobre los sofás de escay, ni la “Casa de la Pradera” y su lacrimógena familia Ingalls. Heráclito planteó una verdad inmutable, “Panta Rei”, todo fluye, todo cambia y no dejará de hacerlo jamás.

Este mundo, el de ahora, también está en periodo de extinción. Con su desaparición, desaparecen también nuestras certezas. Lo que creíamos normal se va tornando poco a poco en inusual, luego en excepcional, para acabar siendo totalmente anormal. Creemos que el estado del bienestar, la clase media, o la misma democracia, van a durar siempre, pero no hay garantía alguna. Sin darnos cuenta, seguimos montados en un péndulo que, si no lo impedimos, volverá al otro extremo. China ha subido como la espuma en muy pocos años gracias a la explotación laboral, la ausencia de derechos humanos y el compadreo occidental. Ahora tienen dinero, mucho dinero. El dinero siempre es excusa y cómplice de la injusticia. Cuando sean el imperio mandante, también se pondrá de moda el ultra capitalismo-comunista-neoliberal (no sé muy bien cómo definir ese régimen). En cualquier caso, es una estructura piramidal de corte medieval, apoyada por siervos con más sentimiento de colmena que de sociedad y que creen que nada se puede cambiar. No lo han intentado.

Conscientes o no, estamos asistiendo a la extinción de la democracia, mientras vemos cómo todo se convierte en un desierto. No me refiero solo al cambio climático, también al desierto cultural, al imperio religioso del consumismo, al egoísmo insolidario, a la frivolidad ignorante e indolente, a la falta de compromiso con nada, la intolerancia como forma de vida y la mediocridad orgullosa.

China es una dictadura salvaje, no hay de otro tipo. Rusia también. Pero qué hay de los Estados Unidos, en el que la libertad sirve para pasearse con un fusil de asalto por la calle, pero no para ser atendido en un hospital si no se tiene dinero. Se ve que no entiendo lo que significa la palabra libertad. No quiero pensar qué pasará si vuelve a ganar Trump.

¿Y qué hay de La Unión Europea? Otro templo sagrado de la libertad en el que el fascismo se expande democráticamente. El pueblo llano, o bien forma parte activa de esta plaga, o pasivamente le importa un carajo despeñarse. Teniendo tele por cable, teniendo fútbol… La solución podría venir de los jóvenes, pero están muy ocupados “perreando” en TIC-TOC.

Me asomo a la ventana y ya no veo a los vencejos de mi infancia con su vuelo elegante: han desaparecido. Las verdosas cotorras, que no vienen de África ni tienen las plumas oscuras, han destrozado los nidos que surgieron del barro. Al parecer, en este mundo solo sobreviven los que gritan más, los que tienen los colores más llamativos, los más violentos.