Pienso en ‘mi feria’, y se me ocurre que mi feria son tres ferias. La que viví de chica, cuando me montaba en los cacharritos y me mareaba. La que viví de adolescente, cuando sólo pasaba por casa para dormir, tomarme un vasito de caldo y volver al real. Y la que viví estos últimos años, que he combinado como he podido con el trabajo o estar fuera, intentando en lo posible no perderme los toros de fuego.

Y creo que uno de los elementos comunes a esas tres ferias son precisamente los toros de fuego. Llevo corriéndolos desde que era chica y mi madre me daba la mano y me enseñaba a no perder las chispas de vista, a saltar si se te enreliaba un petardo entre los pies y a evitar las peloteras de gente donde te podías caer.

En esa época me gustaba ponerme el vestío de gitana heredado de mis primas, correr la carrera del día de la víspera y conseguir ver el amanecer con mi primo, haciendo verdaderos esfuerzos para no dormirnos mientras nos comíamos unos jeringos. Por aquel tiempo, mi casa era la de la esquina de las casitas blancas: se oía muy fuerte la música de las casetas y la gente, conocida y desconocida, se refugiaba dentro el domingo por la noche cuando el toro se le acercaba demasiado. Un año, un petardo entró por la puerta y salió por el patio; yo no lo vi porque estaba corriendo, pero luego lo relataba entusiasmada y orgullosa de mi casita de la esquina.

Luego, de adolescente, sentía que no me podía perder ni un ratito de feria. Estos dos últimos veranos lo he pensado mucho, qué tristeza los adolescentes de hoy que llevan dos veranos sin feria. Porque en esos años la feria dura un suspiro, pero da para mucho: bailar, cacharritos, botellón, 40º grados debajo del toldo de la caseta, reírte pa reventar, pasar la resaca de camino a la feria de nuevo, ver la cucaña, baguette en Burguer Valle… y correr los toros de fuego. Iba a mi casa a cambiarme de ropa y zapatos. Y, la verdad, en esos años de mocear me daba una poquita de vergüenza salir con los chavalines y una camiseta vieja, pero me podían las ganas de correr cómoda y rápida y sin miedo a quemarme la ropa “de salir”. Porque me encantaba -y me encanta- ir delante y muy pegadita al toro, saltar el poyete cuando el toro lo sube y no parar de correr hasta el aplauso que marca su fin.

Tengo una cicatriz en el interior del brazo de una vez que me despisté y me cayó un petardo encima. El olor a pólvora siempre me recuerda a los toros de fuego: sea donde sea y en cualquier momento del año me acelera el corazón y, durante un par de segundos, me trae al presente el nervio que entra cuando va a salir el toro. Pocas serán las amigas -de fuera-  a las que no les habré contado cómo son los toros de fuego, “que no son toros de verdad, que es alguien que lleva a cuestas un armazón que simula un toro, que vente a Fuentes pa la feria y los ves, y corres si te apetece y si no te echas a un lao en la cuneta o entre los coches del descampao, que te va a encantar”.

En las últimas ferias, hasta la del verano de 2019, he bajado la intensidad porque el cuerpo ya no se recupera tan fácil. Me he saltado alguna feria por trabajos o viajes, sigo sin saber bailar sevillanas y no me gusta el rebujito. Pero, en la medida de lo posible, mi feria pasa por correr los toros de fuego, abanicarme y abanicar a quien carga el toro con un trozo de cartón, que me huela el pelo a pólvora al acabar y que me entre la pena postferia en cuanto se recoge el último toro.