De las muchas formas que existen de permanecer en la memoria de un pueblo, la más digna de elogio puede ser la de quien empieza siendo pequeño, casi insignificante, para crecer con los años de manera imperceptible. Lo pequeño también existe y es capaz de perpetuarse en el recuerdo si aguanta contra viento y marea el paso del tiempo. Esa es la historia del Carrillo Amarillo, un ejemplo de cómo un modesto puestecillo de pipas, apenas una barraca hecha con cuatro tablas, ocupa un espacio destacado en la memoria nostálgica del Fuentes de la mitad del siglo XX. Un carrillo agigantado en el recuerdo hasta el extremo de competir con la imponente fachada de Escalera, a la que se enfrenta, crecido al lado del Pósito y del comercio de Paco. Al Carrillo Amarillo ni siquiera lo eclipsaron las rutilantes estrellas proyectadas en las pantallas de los cines de Doña Mercedes y Avenida.

Tan insignificante en sus orígenes fue el humilde comercio de chucherías creado por Antonio Zambimbo en la calle Mayor que no mereció ni siquiera el nombre de puesto o tienda. Algo despectivo denotaba aquel nombre de Carrillo que, por faltarle, le faltaba hasta el apellido y acabaron distinguiéndolo simplemente por el color de las tablas que lo sostenían. En eso compartía suerte con sus congéneres el Carrillo Verde del Amarguilla de la calle Lora y el Carrillo Azul de José el Viruta. Ni por asomo ocurrírsele a nadie crear el Carrillo Rojo y ubicarlo junto al Catalino. Ni carro ni colmado, escuálido Carrillo Amarillo, sin tiro ni ruedas, lo contrario que tenía el carro del "ceñó Reverte", de caballo blanco, acarreador de aceite a la plaza de abastos para venderlo en un puesto donde ahora está el bar. El carro amarillo del "ceñó Reverte" es casi visible en el rincón de la plaza de la fotografía que sobrevivió el paso del tiempo para abrir esta "Crónica desde la nostalgia".

Sólo el tiempo, cuyo parsimonioso paso dicen que pone las cosas en su debido lugar, mejoró la consideración del Carrillo Amarillo hasta convertirlo en el Carillo de Antonio Zambimbo. Antonio ya había vendido, sin pena ni gloria, en la plaza de abastos. De allí habría pasado al olvido de no haber creado el Carrillo Amarillo, de cuya ubicación obtuvo mejores beneficios que en su negocio anterior. Uno de sus hijos, Manuel, "Manolito Zambimbo", tendría después un bar en la calle Mayor, en las cercanías del antiguo arco de las monjas, próximo a la Alameda. Otro hijo, Pepe, trabajó de bancario en la caja de ahorros San Fernando, casi enfrente del negocio paterno.

No está claro si Antonio Zambimbo le prestó apellido al Carrillo Amarillo o fue el Carrillo Amarillo de la calle Mayor el que dio renombre a Antonio. Lo único cierto es que Antonio logró sacar adelante a su familia con el milagro de la venta de chucherías. Era el afamado carrillo un breve rectángulo con tejado hacia la calzada, puerta lateral y ventana con dos puertecitas correderas por la que el tendero atendía a la clientela. Los niños apenas lográbamos ver la cabeza de Zambimbo enmarcada sobre un fondo de sugerentes sabores de fresa, limón, vainilla, chocolate y mora.

El secreto del éxito de Zambimbo fue la elección del lugar donde instaló su carrillo, su ubicación privilegiada en la mejor calle de la época, aunque la palabra privilegio está reñida con la modestia que lo caracterizaba. Estaba situado entre dos cines. Enfrente tenía el Coliseo, de nombre pretencioso, también conocido como el cine de Doña Mercedes. El Coliseo de Doña Mercedes, nombre doblemente petulante frente al sencillo Carrillo de chucherías. En la misma vía estaba el Avenida, aunque Fuentes ni avenida tenía entonces y el cine de nuestros sueños se situaba en la parte menos noble de la calle Mayor, lejos ya de los principales comercios de la "calle Sierpes" fontaniega. Fuentes aún presumía de tener doce mil habitantes, si bien por poco tiempo debido a que no tardaría en llegar el ciclón migratorio que dejó casi en cueros el padrón municipal.

El Carrillo Amarillo no era un carro ni un carrillo mofletudo de monja boba, pero pararse a comprar en él y salir mascando todo era uno. Carrillo era llamado por semejanza con los puestos ambulantes que recorrían las calles voceando dulces, espárragos, papeletas de la rifa, higos chumbos o achacales. Carrillo fijado a la acera que servía para el aprovisionamiento de insignificancias para el pasatiempo: pipas, chicles, kikos, regalices, altramuces, avellanas, habas fritas, rebujinas, piruletas, chupa-chups, palomitas y, para los fumadores cigarrillos sueltos de Fortuna, Ducados, Celtas, Celtas cortos, Sombra, Rex... ¿Nuestras vidas de niños fontaniegos habrían sido muy diferentes sin el entretenimiento de las pipas en el cine Avenida? "No mantienen, pero entretienen", decíamos sentados en la silla plegable del cine de verano como si citáramos una máxima filosófica atribuida al mismísimo Séneca.

Grandes y chicos, todo Fuentes pasaba por el Carrillo Amarillo, como ahora pasa las mañanas de los sábados por el mercadillo. Un gentío poblaba la calle Mayor, desde la calle Lora hasta la Alameda, con los comercios en ebullición, aunque poco dinero que gastar había. Los carrillos, ambulantes o fijos, eran la estampa fiel de una España raquítica que soñaba con acertar una quiniela como única manera de salir de la pobreza. O la quiniela o el "Catalán" que a diario cargaba a cientos de andaluces en la estación plaza de Armas de Sevilla y los soltaba, embotados por las 35 horas del viaje, en la estación de Francia de Barcelona. Pipas, garbanzos tostados, habas fritas. "Espárragos, caracoles, tagarninas de la sierra, a manojitos los niños venden por las carreteras", cantaba Carlos Cano. Colócanos, colócanos, ay titi, colócanos.

La modestia de su ser no quitaba que el Carrillo Amarillo se codeara con lo más granado del comercio fontaniego: con el mesón de Juan Corzo, con el bar los Catalinos, con las barberías de Mamurcia, Reparito, Ligero, Condito y Conirra, con las tiendas de Diego Millán, Matruco, Luis la Roeta, Sebastián Márquez, Pepa la Amalia, Veneno, Elia, Jerónimo, Paco, con los bares de Faustino y Paco España, con el comercio del Tío la Maleta, la taberna de Francisquillo, la posada, la espartería, la botica de Don José Campos, la heladería, la Africana, Don Felipe el médico, la panadería de Tránsito. Mucho Fuentes concentraba aquella calle Mayor de los años cuarenta o cincuenta y en ella, el Carrillo Amarillo lucía con luz propia, aunque tomaba de la casa de Antonio Navarro.

Con luz o sin luz ninguna que sirviera para prender la estufa a los pies de Antonio Zambimbo. En invierno, con un frío que pelaba por culpa del aire helado que soplaba desde la Alameda, recorría la calle Mayor y se colaba por las rendijas de las tablas mal clavadas igual que una maldición bíblica. O en verano, bajo una canícula que cocía a Antonio Zambimbo en el interior de aquel habitáculo del infierno. Zambimbo podía haber pasado a la historia como el primer chino de Fuentes, abierto 365 días del año, desde las siete de la mañana hasta que salía el último espectador de ver "Drácula" o "Frankenstein" en la sesión de noche. La vida es bella, pero únicamente en las imágenes proyectadas sobre las pantallas del Coliseo y del Avenida. Antonio Zambimbo fue siempre un señor prudente y cauto, pero duro y persistente como pocos había entonces en Fuentes.

A Antonio Zambimbo lo relevo su cuñado Manolo, hombre tan alto y corpulento como friolero. Por eso en invierno no apartaba los pies de la estufa de gas "catalítica" instalada en el Carrillo. Entre la quiniela y la emigración, Manolo eligió la quiniela. Pero como no entendía de fútbol, cada semana le pedía que se la rellenara alguno de los chavales que se las daban de enterados. Un lunes estuvo a punto del colapso al comprobar que había acertado 11 de los 12 resultados. Le falló el Celta-At. de Madrid. Siguió sintiendo que lo suyo era hacerse rico con las quinielas. Manolo tenía un hijo llamado José Manuel, más conocido en Fuentes como Picolo Wiuli, que tuvo por la década de los 80 un pub donde Don Alfonso el practicante tuvo su casa y clínica en la calle por aquel entonces Miguel Primo de Rivera, actual Plaza de Andalucía, conocida en Fuentes como la Plaza Abajo.

La mayor clientela del Carrillo Amarillo provenía de la Plaza de Abajo, cuyos puestos estaban huérfanos de frigoríficos, lo mismo que las viviendas, y el público se veía obligado a comprar la carne y el pescado casi a diario. Por eso, la generalización del uso del frío fue mortal para la Plaza de Abajo y, por extensión, para todo lo que giraba alrededor de ella. Incluido el Carrillo Amarillo. Poco a poco, en los años 80 y 90 se fueron apagando las voces en torno al puesto de chucherías. Durante décadas, fuese con Antonio Zambimbo o con su cuñado Manolo, el Carrillo Amarillo había atraído la tertulia de muchos amigos que paraban un buen rato a charlar de los chismes del momento. Hay cosas incompatibles con el avance de la técnica. El Carrillo amarillo murió con la plaza de abastos, lo mismo que los cines sucumbieron ante el avance de la televisión. Como murió el paseo en la calle Mayor. D.E.P.