En este mundo retorcido, donde la distorsión y el engaño son pilares básicos, hemos subido al altar de la decisión democrática a verdaderos monstruos —Trump, Bolsonaro, Ayuso…—. Silvio Berlusconi fue el padre de este populismo moderno que arrasa hoy la política global. Sirviéndose del encanto natural que cultivó en su juventud, trabajando en clubes nocturnos y en cruceros, supo embaucar a los descendientes de Rómulo y Remo y convertir a Italia en una anomalía democrática permanente, donde el conflicto de intereses, la prevaricación encubierta y la deslegitimación demagógica de los adversarios eran la norma.
Para su llegada al poder y su mantenimiento en él resultaron sumamente provechosas la apelación a las emociones y una innata propensión a generar polémicas y escándalos extravagantes. Su capacidad para comparecer una y otra vez ante los tribunales sin perder popularidad política no tenía rival. Batió récords de comparecencias judiciales: los cargos incluyeron malversación de fondos, fraude fiscal, falsedad en documentos contables e intento de soborno a un juez. Pero, por arte de birlibirloque, fue absuelto o se le anularon sus condenas en varias ocasiones, el mismo birlibirloque que libró a Dolores Cospedal o a “Eme Punto Rajoy”, pese a los claros indicios de haber cometido delitos.
El modelo Berlusconi fue apenas un ensayo local: controló los medios dentro de Italia y abrió la veda. Trump —referente de Ayuso—, en cambio, globalizó el negocio de la mentira y la grosería. Como señala Manuel G. Pascual, TikTok es la última gran red social en sumarse a la ola reaccionaria que él desató. Ya lo hicieron Facebook e Instagram cuando, poco después de la victoria electoral, su dueño, Mark Zuckerberg, se declaró simpatizante del movimiento MAGA. Dos años antes, Elon Musk había transformado Twitter en X, una plataforma cuyo algoritmo concede especial visibilidad a publicaciones racistas, engañosas o favorables a candidatos ultraderechistas de todo el mundo.

En España, la intérprete más fiel de la receta del ideólogo de Trump, Steve Bannon —fabricar escándalos para ocupar la agenda— se llama Isabel Díaz Ayuso. En lugar de amparar a sus compatriotas mientras ejercían su derecho básico a circular por aguas internacionales frente a la flagrante violación del derecho internacional cometida por el gobierno israelí, prefirió conjugar traición y desvergüenza para mofarse de los tripulantes de la flotilla que, en realidad, cumplían una misión humanitaria: llevar medicinas, alimentos y material de primera necesidad a una población sometida a un brutal genocidio. Una acción civil, pacífica y desarmada que requería un valor moral nada común, pues sabían perfectamente a qué riesgos se exponían —no el de visitar la cárcel como la pareja de Ayuso por causas tan democráticamente indecentes como fraude fiscal ante Hacienda, falsedad en documento mercantil, delito continuado contable, corrupción en los negocios, administración desleal o pertenencia a organización criminal, sino el de arriesgar la vida por una causa noble—.
No era la primera vez que sucedía: hace poco más de una década, en el asalto a la llamada Flotilla de la Libertad, murieron nueve —y después un décimo— activistas a manos de las fuerzas israelíes, cuando intentaban exactamente lo mismo: ejercer el derecho básico de navegar en aguas internacionales y socorrer a quienes viven bajo bloqueo. La historia, por desgracia, se repite, y el cinismo de esta deslenguada también. La píldora infame que leyó en su papelito —sin su chuletita su labor de parlamentaria hace aguas— ruborizaría al mismo diablo: “Si la asamblea de la facultad flotante creyera que Israel es genocida, no hubieran ido, pero ya se han dado el baño y, a partir de ahora, subvenciones para sus chiringuitos, para el teatro, para el cine, ya se han hecho su agosto”.
Isabel Díaz Ayuso debería saber, por la dignidad del cargo que ostenta, que un barco con bandera española en aguas internacionales es un fragmento de España que flota en aguas comunes. Bastaría con que leyera el artículo 92 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Israel, al detener y asaltar una flotilla con bandera extranjera en aguas internacionales, viola de entrada el Derecho Internacional del Mar y hace un uso ilegítimo de la fuerza en el ámbito internacional. Y es ahí donde una servidora del Estado debería centrar su actuación, en lugar de cometer un acto de traición dando la espalda a sus propios conciudadanos.
En esta vorágine de obscenidades convertidas en moneda corriente, los saltos mortales —cada vez más arriesgados en el mundo populista de la ultraderecha— parecen no encontrar límite. Para que entiendan la ignominia de la presidenta de Madrid, les propongo que recuerden la película La lista de Schindler, dirigida por Steven Spielberg y protagonizada por Liam Neeson, Ben Kingsley y Ralph Fiennes, donde se narra un hecho real: la historia de un empresario alemán que salvó a más de mil judíos de la persecución nazi. No hace falta insistir en los padecimientos de los judíos durante aquellos años. Pero imaginen el asco moral que supondría escuchar a alguien decir, con los cadáveres todavía humeantes en los hornos, que al menos habían tenido “el privilegio de disfrutar de una estancia gratuita con calefacción incluida”.

Ese grado de vileza retórica es el mismo que despliega Ayuso cuando, en lugar de reconocer el valor de unos activistas civiles que intentaban llevar ayuda humanitaria bajo un bloqueo ilegal, se dedica a mofarse de ellos. Mientras tanto, los niños en Gaza agonizan bajo los escombros, son arrancados de entre cuerpos calcinados y alcanzan récords de mutilación —las cifras más altas jamás registradas de amputaciones infantiles en una guerra—; y ella, desde su empoderada atalaya de cinismo, solo alcanza a ver “daños colaterales”, como si la infancia cruelmente destrozada pudiera reducirse a un término burocrático.
A esta clase de persona le damos el encargo de gobernar, y su manera es la que es: si pedimos soluciones al cambio climático, sus correligionarios responden con más violencia ecológica; si queremos frenar la amenaza nuclear, ponen sobre la mesa bombas más poderosas que engorden las cuentas de sus amiguetes. Si luchar contra la desigualdad es lo que demandamos, replican con más desigualdad; y si se invoca la libertad, no conocen otro camino que sacrificarla al mayor postor. En esta línea, cualquier intento de aspirar a la justicia se traduce en subastar derechos en una tómbola privada.
Con estos mimbres, el amor queda relegado a los algoritmos manejados por empresarios tecnológicos sin escrúpulos; la información y la amistad, a redes supuestamente sociales, pero en realidad emporcadas de polarización; y nuestra tranquilidad se asegura al precio de poner en peligro la pervivencia de la especie. Qué comodidad, esa de pasar el dedo sin descanso —como las ratitas de Skinner en su jaula— con la esperanza incierta de que, al fin, aparezca una página cargada de morbo. Si aspiramos a viviendas dignas, confiemos en el mercado y vivamos la emocionante aventura de la deuda infinita. Y nuestras necesidades cognitivas naturales deleguémoslas a un analfabeto reconvertido en youtuber millonario pendenciero, que nos sirva una papilla ligera y emocionalmente adaptada a la parte mamífera del cerebro: dejemos descansar al lóbulo frontal, que es una vulgaridad woke.
¿Y dónde queda la mujer? Eso ya lo dictaminó el profeta Trump, venerado con fidelidad canina por su discípulo Abascal, ese que propone canjear los calentamientos de cabeza democráticos por la calma dictatorial. El magnate neoyorquino lo dejó claro cuando, a una periodista, le espetó sin el menor recato que “sangraba por el coño”, revelando que su evangelio político no es otro que la grosería convertida en doctrina. En estos menesteres, la monaguilla Ayuso, fiel a la machosfera carpetovetónica, hizo méritos con su célebre “hijo de puta” dedicado reiteradamente al presidente del Gobierno elegido democráticamente.
Y qué decir del sueño kantiano de la justicia universal: Trump, Putin, Xi Jinping y Netanyahu ya se han encargado de demostrar que plantear cualquier forma de humanismo luminoso no es más que un estorbo. Nada como la ley del más fuerte, y poner la meta en un pasado revestido de futuro. Hay donde elegir; los hombres de la guerra, como nos recuerda Andrea Rizzi, tienen un pasado idealizado al que aferrarse. Porque todos ellos izan como bandera algún ayer mitificado: Putin, el poderío imperial de la URSS; Xi, el rejuvenecimiento de China para reconstituirla como fuerza central que fue; Trump, el regreso a un pasado blanco, homogéneo, de mujeres confinadas en casa; Netanyahu, al colonialismo sanguinolento de toda la vida. Y vámonos que nos vamos.
¿Y la felicidad? ¿Qué pasa con ella? Parece que hemos degradado el sueño de cualquier utopía realista hasta volverlo una vulgaridad de la que conviene desprenderse no sea que acabemos ardiendo en la hoguera de nuestra propia vanidad. La felicidad que nos aguarda se encuentra en la realidad virtual: un agujero negro a la medida del individualismo imperante. De lo demás ya se ocuparán los herederos de los señores de la guerra. Formar parte de esta herencia es el sueño húmedo de Isabel Díaz Ayuso, y la pesadilla que carcome a Feijóo es que ese deseo llegue a cumplirse.