A la señorita Cristina no se la recuerda en Fuentes porque diera clases en la escuela de la Estación en los años setenta. Maestras había otras. A la señorita Cristina se la recuerda por la pasión que sentía por la lengua que enseñaba y porque jugaba a las cartas con los hombres, lo mismo en la taberna de Cagarruta que en el casino Artesano de la Carrera o de los señoritos de la calle Mayor. Vestía mejor que nadie en Fuentes, hablaba con una naturalidad pasmosa y, sobre todo, jugaba a las cartas, algo que provocaba las críticas de todo Fuentes. A ella eso le daba igual. No sólo rompía moldes jugando a las cartas en los bares, sino que se atrevía a ganarle a los hombres. Hasta ahí podíamos llegar, doña Cristina.

Es posible que Agustín García Calvo ya hubiese escrito aquel poema que proclama "Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña, pero no mía". Es posible que doña Cristina lo hubiese leído porque la profesora de Lengua Española era una enamorada de la cultura, de la música de Joan Manuel Serrat, del Latín y del Griego, asignaturas que entonces entraban en los planes de estudio del bachillerato. Lo hubiese leído o no, la señorita Cristina ejercía su derecho a la libertad. Por aquellas fechas de los años ochenta, la libertad en Fuentes era pura teoría política. En la práctica, la única libertad estaba circunscrita a votar cada cuatro años. En la vida diaria, sobre la mujer pesaba como una losa el imperio del macho. Con ella, lo de estarse "con la pata quebrada en casa", nada de nada.

Con la señorita Cristina, en Fuentes la libertad se hizo verbo. Porque en ella todo era verbo, incluso en cuestión de juego. Conjugaba perfectamente el verbo ganar cuando se enfrentaba al "monte", el juego de moda, con los hombres del casino. También ganaba al gimley, otro juego que hacía furor en la época. Un escándalo a ojos de todo Fuentes. A veces venían jugadores profesionales de cartas de otras localidades vecinas a disputar partidas y en ellas estaba siempre la señorita Cristina. Había mucha afición a las cartas en Fuentes. Ella había llegado a Fuentes en el curso escolar 1975-76, inicialmente a los colegios de la Puerta del Monte, aunque el curso siguiente pasó al de la Estación.

En la Puerta del Monte coincidieron las señoritas Marina y Cristina. Marina recuerda que se hospedaba en la casa de Angelita la Perrera, que estaba escandalizada de que doña Cristina, que se hospedaba en la pensión de Lola Fernández de Peñaranda de la calle San Sebastián, jugara a las cartas en los bares. Decían en Fuentes que la señorita era de Palencia, aunque a doña Marina su acento le sonaba a Cantabria. Palentina, cántabra o madrileña.

De ciudad, seguro que era por su forma de vestir y por su desinhibición en el trato con los hombres. Ninguna de las personas consultadas para hacer este artículo recuerda de los apellidos de la señorita Cristina, pero sí de que estando en Fuentes quedó embarazada y nunca se supo quién era el padre de su criatura. Cuando los mayores decían que los niños venían de París o que los traía la cigüeña, ella un día sorprendió a los alumnos diciéndoles "traigo un hijo en mis entrañas". Precisión y concisión verbal. Sujeto, verbo y predicado. Sin rodeos.

La señorita Cristina era la profesora más moderna de la escuela de la Estación y la más pija a lo hora de vestir. Iba siempre con la permanente recién hecha, con camisa y cazadora de marca, faldas impecables, botas a juego, medias... Sorprendentemente, iba con bolso a la escuela, unos bolsos que parecían los de una actriz, y nunca tuvo alumnos preferidos. Digamos que era bastante imparcial con los alumnos. Acabábamos de estrenar democracia y aquello en el colegio se traducía en la desaparición de los tirones de patillas y regletazos en las manos. Sin saber muy bien a qué era debido, la llegada a Fuentes de la señorita Cristina era una parte importante del aquel aire limpio que empezaba a barrer la atmósfera viciada de la dictadura.

La señorita Cristina mandaba a los alumnos que compraran el diccionario de la Academia Española, enorme, en la librería que tenía el Contraveneno en la calle Mayor, enfrente a la tienda de José Veneno, más abajo del cine Avenida. Ella amaba el diccionario que había hecho Fernando Lázaro Carreter, le gustaba mucho que aprendiéramos léxico. Uno de aquellos alumnos, al que llamaban Manolo Arropía, no sólo compró el diccionario, sino que en honor de la profesora que amaba la lengua se sacó el grado elemental de catalán. Hay profesoras que dejan su impronta para toda la vida de sus alumnos. Hubiese querido saber también griego y latín, pero para eso necesitaría sumar varias vidas.

A los niños les encandilaba aquella figura de profesora libre, diferente, fresca, que lo mismo hablaba de Cervantes, consultaba y recomendaba diccionarios que se mezclaba con los cabreros del bar Cagarruta. Ella rompía los moldes de un Fuentes que si había destacado por algo era por la abundancia y rigidez de las imposiciones sociales. Las estrechuras de las tradiciones, fuesen las que fuesen, no iban con ella. Los docentes de Fuentes siempre fueron bastante endogámicos, además de fieles cumplidores de los reglamentos. La señorita Águeda se puso novia de don Dámaso, igual que la señorita Marina se puso novia de don José Catalino. A la señorita Cristina no se le conoció pareja.

Por supuesto, los hombres fumaban y las mujeres no. Pero allí estaba la señorita Cristina siempre con su cajetilla de tabaco rubio (el rubio era un lujo, un signo de distinción) Doña Cristina venía de otra sociedad, hablaba de Cervantes, de la Real Academia Española de la Lengua y los complementos circunstanciales. ¡Qué le importaban a ella los criticones y criticonas de Fuentes!. Ella era de otra galaxia, procedía de un planeta donde se amaba por igual el castellano de Juan Ramón, el catalán de Joan Maragall y el gallego de Rosalía de Castro. Ella, que amaba el griego y el latín, cómo iba a escuchar la lengua de las quisquillosas, acomplejadas y estrechas. Decía que había que estudiar para ser ricos, pero no de dinero, sino de lengua, de vocabulario, de expresividad. Amaba por igual la lengua y los naipes. Y conjugaba como nadie el yo gano, tú ganas, él gana.