Había una vez un pueblo de la campiña llamado Fuenmayor en homenaje a un antropólogo americano que apareció por allí en los años setenta del siglo XX. Durante años, el pueblo fue ejemplo de lucha por los derechos y las libertades. Mujeres y hombres se enfrentaron con valentía a las fuerzas oscuras en los tiempos difíciles del régimen, dispuestos incluso a ir a la cárcel por defender el bien común.

Aquellas fuerzas oscuras fueron, con el tiempo, transformándose con engañosas ilusiones de magia que prometían alcanzar el bienestar con el esfuerzo del trabajo -meritocracia lo llamaban- y otras lindezas. Decían que había que trabajar más para poder disfrutar de placeres como tener un coche grande, aunque contaminara, poseer una piscina que no fuera pública porque lo público era algo desfasado que obligaba a pagar impuestos, mejor gastar el dinero en seguros privados y en celebraciones en las que había que superar al vecino o vecina demostrando ante los demás lo que se poseía o se creía poseer.

Durante un tiempo, este estado de cosas tuvo a una parte del pueblo enfrente dispuesta a pelear por el bien común, nostálgica de aquella época en la que el problema de uno era el problema de todos. Pero he aquí que sin saber nadie cómo ni cuándo, el pueblo quedó cubierto por un microclima que hizo que todos se sintieran bien, aparentemente bien. Ya no hacía falta acudir a las manifestaciones en defensa de la sanidad pública que poco a poco iba derrumbándose, ni por las pensiones, ni por el cambio climático. Lo importante era que la quietud no fuera alterada, el mundo feliz de Aldous Huxley se hizo realidad. Para qué cambiar si todo era perfecto, no había que intentar enfrentarse a nada porque la nada lo invadía todo, como en la historia interminable, pero sin un Bastian que pudiera remediarlo.

Cuentan la leyenda que Fuenmayor despertó un día y el microclima había desaparecido. Las calles de Fuenmayor se fueron cubriendo de un triste color gris y el cielo poblando de nubes de tono plomizo, amenazante. La falta de lluvia fue cubriendo de polvo los coches, los trajes y las piscinas. Ya nadie se acordaba de los días felices, de cuando todo parecía ir bien, cuando el trabajo, mirar la TV a las Ana Rosas y las visitas a los centros comerciales ocupaban todo el tiempo. En ese tiempo intentaron algunas y algunos hacer realidad el viejo sueño de construir un entramado comunitario que defendiera lo de todos, lo común. La leyenda no cuenta cómo termina todo la porque, según corre de boca en boca, la historia aún no ha terminado. Continuará.