La luna llena de esta semana trae a la memoria la experiencia irrepetible de pasar cuatro noches en la Alhambra. Durante esas cuatro noches, cuando el público abandonaba el recinto de los palacios nazaríes, el fotógrafo Emilio Castro y yo entrábamos para ver, oír, oler, palpar, intuir la Alhambra a la luz de la luna llena. El sonido del agua, la magia de los reflejos lunares, la soledad, el misterio y la añoranza del pasado esplendor quedan plasmados en es reportaje, publicado incialmente en el suplemento dominical de La Vanguardia. Ahora, compartimos aquella experiencia inolvidable con los lectores de Fuentes de Información.

Capítulo I.

Primera noche en la Alhambra:

La luna llena despierta la magia de la Alhambra. Las sombras salen al encuentro del intruso que osa permanecer en sus palacios cuando se apagan los ecos del último visitante. Sin focos, el palacio nazarí ofrece a la luna los mejores guiños de su pasado esplendor, la magia de sus leyendas y la belleza de sus detalles. Imposible ver la auténtica Alhambra a la luz del día. En cambio, el almizcle de la noche perfuma los reflejos lunares en los estanques, confiere hondura abismal a las sombras, subraya los ecos, desata las leyendas de tesoros enterrados, almas en pena, viejos avarientos y princesas cautivas. Hace verosímiles los hechizos, sale al encuentro la cara oculta de la Alhambra.

Los fantasmagóricos habitantes de la Alhambra aparecen translúcidos bajo el influjo de la luna llena, vestidos con aljubas invisibles, pasan el tiempo recostados sobre cojines o apoyados en un alféizar, los ojos hechizados, los labios severos. Ellos producen este temblor inesperado del aire, aquel bisbiseo de los cipreses, estas sombras huidizas de las celosías, aquellos rumores apagados que salen de las oquedades oscuras, tan perceptibles como la humedad que eriza la piel al cruzar un pasadizo cegado. Solamente de ellos pueden provenir los aullidos desgarrados de los gatos a medianoche. Claro que hay fantasmas en la Alhambra. Tantos como incontables muertes violentas acaecieron en el lugar durante siglos. Es cierto que de madrugada se oye un rumor de voces en los palacios nazaríes, salen al paso presencias intuidas, ruidos extraños que obligan al intruso a girar la vista en todas direcciones. No hay nada que ver, pero todo salta a la vista.

Al anochecer, la atmósfera en el Salón del Trono está caldeada. Piensa el intruso que sería conveniente abrir algunos balcones para que entre en la estancia el aire fresco de la sierra (el intruso tiene una llave mágica que franquea todas las puertas) y no acaba de formular ese deseo cuando una brisa helada le agita el vello de los brazos. Busca en derredor el rastro imposible del aire, pero todo permanece sumido en la quietud. Por la tarde a la hora de los claroscuros asoma en el Salón del Trono un gorrión que pasea su cuerpo liviano por la estancia, mira al intruso con ojos de reproche y, al marcharse, deja detrás una corriente de aire fresco. Su vuelo anuncia la llegada de la noche, la caída de las sombras. Estos mismos lugares estaban poblados de vida que fluye con distinta armonía, algo irregular siempre, más lenta conforme retrocede en el tiempo.

No cuesta ya ningún esfuerzo entornar los ojos, lentamente acompasados los párpados con el declive de la luz solar, para que comparezca la imagen de Boabdil, esquivo último rey de Granada. El turbante blanco, la barba cana por siglos de existencia atormentada. Nada hay que decir porque sobradamente elocuentes son su mirada clavada en el suelo y su paso ingrávido. No toma asiento en el trono, de espaldas a la ciudad como solía, con el rostro en sombras por la luz que le entraba detrás. En el silencio de la noche podía escuchar las conversaciones de los vecinos del Albaicín.

Cayó la bóveda de yeserías, el mayor dosel de la Alhambra, y en su lugar se erigió otra de madera de cedro del Líbano compuesta por 8.017 piezas. Representa el firmamento con sus siete cielos y el árbol de la vida. Confluyen en el punto central que simboliza el ojo de Alá. Los cuatro arcos de herradura del portal, el último con jamba de almocárabes, parecen colgaduras de un tapiz que baja de la bóveda al zócalo. Luna en su giro va marcando las horas en el reflejo de las ventanas altas, cinco en cada una de las cuatro caras de la Torre de Comares. La luna señala también dos finos arcos en el suelo y, en las paredes, proyecta una lluvia de estrellas sobre los arabescos. El lugar adquiere aspecto de caleidoscopio.

Ibn-l´Ahmar, mítico Alhamar, ordenó levantar la Alhambra sobre la colina de la Sabika y desde entonces el monte cuelga de la fortaleza con envidiable modestia. Tales medios destinó a su construcción y exorno que los granadinos atribuyeron al sultán, apreciado por su benevolencia, dotes de magia o alquimia para trocar en oro todo lo que poseía. Al verse aclamado de regreso de Sevilla tras una batalla victoriosa contra San Fernando ordenó grabar en los escudos de su futuro palacio el lema que se convertiría en estandarte de los nazaríes: “No hay más vencedor que Alá”. Otra muestra de su talante es el consejo escrito por las paredes que recomienda “sé parco en el decir y sal en paz”. Nada de eso sirvió a los posteriores reyes nazaríes, perdidos al final en intrigas palaciegas, conspiraciones y luchas fratricidas. “Desgraciado el hombre que perdió todo esto”, dicen que dijo Carlos V al contemplar los palacios de la Alhambra.

Exclama “León el Africano” por boca de Maalouf: “Hizo frío aquel año en Granada, hizo frío y hubo miedo y la nieve estaba negra de tierra removida y de sangre. ¡Qué familiar resultaba la muerte, qué cercano el exilio, qué crueles, en el recuerdo, las alegrías del pasado!”. El año de la ignominia de 1492 empezó con una caravana de hombres vencidos en dirección a las Alpujarras portando todo cuanto pudieron cargar a lomo de mulas. Cuentan las crónicas que no dejaron en la Alhambra ni a sus muertos para evitar la profanación de las tumbas. El cementerio real o rauda está vacío. Ni el oro ni el moro quedaron en la fortaleza por más que se haya excavado en busca de lo primero. Sobre los muertos, nadie duda que años después del éxodo, superada la vergüenza de la traición, muchos espectros regresaron por la añoranza de los tiempos de esplendor.

El abrumador pasado de siglos quiere ponerse en pie. Y lo hace a poco que el intruso se detenga a escuchar el murmullo de la memoria. Es capaz entonces de recordar, digo recordar, el esplendor de la Alhambra. Abundan en sus salones, patios, albercas y jardines reflejos de luna llena, brisas y perfumes, música de surtidores que actúan como pasadizos del tiempo. A la caída de la tarde se oye la llamada al rezo del muecín. No es un sueño, sino el minarete de la nueva mezquita del Albaicín. Muere ya el sol por Sierra Arana, detrás de Sierra Elvira, antigua frontera del reino cristiano de Jaén. El crepúsculo en esos montes es el mejor símbolo de las desgracias que desde allí se cernieron siempre sobre Granada. La silueta de los montes recortados sobre el horizonte rojo de sangre semeja la sombra de un águila al acecho. De Sierra Nevada vienen los dones de la luz del día, el agua de la vida y la luna de los sueños; de Sierra Elvira, la noche de los tiempos y el fuego de la destrucción. Almenaras de esos montes anuncian el fin de una era.

Más de quinientos años han pasado y parece que fue ayer bajo este mismo cielo que circunda la fértil vega de Granada. Boabdil abandonó la fortaleza de madrugada por la Puerta de los Siete Suelos y pidió su clausura eterna, portillo de su infortunio. Ahora anochece sobre el jardín de los Adarves y la Torre de la Vela, avanzadilla de la vieja Alcazaba, cuya espadaña proclama al viento de los escalofríos que “el día 2 de enero de 1492 de la era cristiana, a los 777 años de dominación árabe, declarada la victoria y hecha la entrega de esta ciudad a sus S. Los Reyes Católicos, se colocaron en esta torre, como una de las más elevadas de esta fortaleza, los tres estandartes insignia del Ejército Castellano...”.

(El próximo domingo: segunda noche a la luz de la luna en la Alhambra)