Salgo a comprar tabaco, hábito nada saludable que enturbia el aire de mi casa. Abajo, las calles están llenas de aceras, las aceras llenas de gentes, las gentes llenas de sueños, los sueños llenos de imposibles. La tarde se desliza dibujando sombras morenas en el asfalto recién pintado ante la cercanía de las elecciones locales. El sol, ya cobrizo, rompe las aristas de los feos edificios de mi barrio que parecen enormes cajas de cerillas puestas en vertical. Torres macizas, torres colmatadas, torres colmenadas, torres de barro cocido, contenedores de muchas vidas. Son las seis de la tarde de un día fronterizo entre el invierno y la primavera, pero los alérgicos ya lloran su inclemencia. Durará poco, lo sé, pero el tópico del olor a azahar sevillano hoy no lo es, hoy es tan real como dulce, tan invasivo como efímero.

Camino despacio, no hay prisa, hay que disfrutar de la temperie, ahora benigna, sin calor achicharrante, no soy “asesinao por el cielo”. De no ser porque la arquitectura no acompaña, podría estar dentro en un fondo de pantalla de Windows 10, pero no es así. Me adentro en las tres dimensiones de cemento y ladrillo. He oído hablar de una cuarta, pero no la he encontrado aún, prometo seguir buscando. Respiro aire limpio. Es lo que tiene vivir donde el viento da la vuelta, aquí tenemos aire acondicionado gratis todo el año, menos en verano.  

Camino cegado por el sol, bañándome en la radiación de sus diferentes longitudes de onda, noto un levísimo aumento de la temperatura en los antebrazos, ya estivalmente desnudos. Percibo cómo los corpúsculos infinitesimales de los fotones me golpean. No me hacen daño. Necesito tanto la luz como los girasoles. La temperatura es alta, pero no en el termómetro, sino en los colores. Los viejos colores fríos y cálidos, juegan a crear millones de tonos con intensidades nuevas cada instante. No soy el único que se da cuenta, los niños esta tarde no están tan chillones y los abuelos pasean sus bastones, guardando un silencio casi religioso, impregnados como yo de anaranjada luz andaluza.

Nos miramos y una pequeña sonrisa cómplice se nos escapa ¡Qué bonito está todo! Yo me siento de vuelta en mi granadina patria infantil y tengo la sensación de que los ancianos sentados en el banco también viajan en el tiempo. Todos oímos por un momento la voz de nuestras madres llamándonos para entrar en casa y merendar pan con chocolate. Son tan delgados los tabiques que separan el tiempo en los recuerdos, que es muy fácil volver a tener ocho años y las rodillas llenas de postillas. Ahora como entonces, ninguna onza de chocolate “La Campana” me puede obligar a entrar en casa, nadie salvo el sol en su caída puede moverme de esta esquina luminosa.

Tengo la sensación de que el tiempo no se mueve igual entre tic y tac, se alarga o comprime según las emociones. Llevaré aquí unos tres cuartos de hora, pienso, pero en realidad solo han pasado dos minutos. Este día se parece mes igual a cientos, a miles de días mellizos. Sin embargo, ser fotógrafo hace que tenga claro que esta afirmación no es cierta. La luz de esta tarde es única, nunca ha existido antes, no se repetirá jamás. Recuerdo la transparencia nítida y bermeja de Kodachrome 64, la reina de las películas fotográficas, tan querida que hasta Paul Simon le compuso la canción. El adolescente que fui la tarareaba cuando tenía la ambición de ser fotógrafo de prensa. Por eso me detengo a admirar lo que a otros les parecen pamplinas y a mí un instante mágico de felicidad asequible. Tengo el deseo secreto de seguir vivo mucho tiempo para disfrutar de más momentos parecidos, aunque sé que jamás serán iguales.

El calor entra en la sangre y siento un cosquilleo en los dedos, como cuando vi el mar por primera vez. Pero mi barrio es tan feo como la mayoría. No huele a sal y, por supuesto, desde aquí no se ve Mediterráneo. Mi excursión en busca del aire contaminado que venden en el estanco, inesperadamente me ha regalado el aire más limpio, la luz más clara, la vitalidad más intensa. Ahora siento todas las células de mi cuerpo, siento correr la sangre tan cálida, tan rojiza como la luz cuando el sol busca el camino de esconderse. ”De vez en cuando la vida afina con el pincel”.

Pensando en mis cosas, de repente y sin relación alguna con El Corte Inglés, se ha colado en mi vida la primavera. Siento la emoción del instante que, por poco que dure, ahora es mía. “Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera”. (Antonio Machado)