La luz eléctrica llegó un buen día a Fuentes para borrar de un plumazo la frontera entre la noche y el día. Aquella llegada de la luz tuvo mucho de acontecimiento mágico, enigmático y sorprendente. Hoy no tenemos un acontecimiento equivalente que nos permita hacernos una idea aproximada de lo que supuso el hecho de que accionando un interruptor, la oscuridad de la noche huyera despavorida para dejar paso al día. El bisabuelo José María no daba crédito a lo que sus ojos veían. Increíble, pero cierto que la noche se hacía día, aunque un día macilento como la luz amarilla que producían aquellas primeras bombillas de filamento de carbono incandescente. De la mano de la luz eléctrica llegaron a Fuentes portentosas transformaciones que sólo el paso del tiempo ha hecho caer en el olvido. Llegaron el alumbrado urbano, las lámparas colgadas de los techos, la radio, la televisión, el cine, las máquinas...
La luz eléctrica trajo un sinfín de cosas nuevas al mismo tiempo que se llevaba de Fuentes otras viejas. Igual que una enorme escoba, la luz artificial arrinconó candiles, velas, velones, faroles, palmatorias, bujías, fanales, linternas. Cierto que le llevó tiempo conseguirlo, pero poco a poco fue arrumbando un montón de instrumentos que acompañaban al ser humano casi desde que descubrió el fuego, la antorcha de madera de pino impregnada de resina, la mecha sumergida en una grasa, el quinqué, la lámpara de carburo o gas acetileno... Muchos fantasmas infantiles, promotores de terrores nocturnos e insomnios, también fueron barridos por las bombillas. Hasta la llegada de la luz eléctrica, ideada en 1879 por Thomas Edison, el fuego estuvo siempre en la base de la iluminación artificial. Las primeras lámparas de aceite halladas datan de hace 17.000 años.
Con algunas de aquellas viejas armas combatía la abuela Trinidad el reino de las tinieblas cuando el sol se ocultaba por detrás de los cerros de san Pedro. Igual que hacían la tatarabuela y la bisabuela, ella siguió espantando quinqué en ristre fantasmas escondidos detrás de las puertas, agazapados entre las macetas del patio o asomados a los tejados y ventanas de la casa. La frontera entre la noche y el día era infranqueable en tiempo de las bisabuelas. Sólo la experiencia y la dilatación de las pupilas guiaban los pasos de aquellas mujeres hechas a la oscuridad. En su auxilio vinieron un día los primeros transistores a pilas, artilugios que usaron a la vez para ahuyentar silencios y tinieblas en la soledad del campo.

Nacida en los albores del siglo XX y de la luz eléctrica, Trinidad tuvo que esperar que aquel prodigio del ingenio humano llegase y se extendiera por las casas y casillas de los campos de Fuentes. Tuvo que armarse de paciencia, pero Trinidad vivió el paso del candil a la bombilla, de la leña al gas y de las cuatro patas de los mulos a las ruedas de los vehículos de motor. Trinidad, que vio la luz en 1904, vivió gran parte de su vida de la casilla de la Diosá a la casilla de la Verdeja, siempre esquivando el frío a base de leña de olivo, lavándose con agua entibiada en la candela y horneando pan con madera. Hasta que se pudo comprar una casa en Marchena con luz eléctrica, en la que hizo poner un cuarto de baño con agua corriente, un termo y una cocina de gas. A los 62 años, al fin Trinidad había alcanzado el paraíso sin necesidad de abandonar la tierra.
Las abuelas tiraban para el pueblo, su paraíso, y los abuelos para el campo. Las abuelas, tan prácticas ellas, buscaban la comodidad y la luz. Los abuelos seguían la querencia de las costumbres. Aquellos hombres estaban hechos a la dureza de la vida en el campo y no concebían otra forma de vivir. A su manera, aquellos hombres sin luz y huérfanos de holganza eran felices. La luz eléctrica era para muchos una frivolidad de la vida alegre de la gran ciudad, un trastorno y un intruso que podía romper la quieta inmensidad del campo. Lo mismo que para algunos hombres de las cavernas el dominio del fuego fue una novedad que podía provocar las iras de los dioses. La vida tenía que ser dura y todo lo que no respondiera a ese principio era objeto de desconfianza. El bisabuelo disfrutaba en el campo, con sus piaras de ganado y su candil.

Como hay seres humanos apasionados por todo lo nuevo, también los hay entregados al fervor por todo lo viejo. Que cada lector se sitúe en el lado que prefiera, pero lo cierto es que con la luz vino no sólo la claridad a las noches de Fuentes, sino bastante más conocimiento que en muchos siglos anteriores. No por casualidad se dice que tiene "pocas luces" alguien corto de inteligencia. En 1861, el bisabuelo fue analfabeto en una España sin escuelas que se ufanaba de su propia ignorancia. ¡Que inventen ellos! Treinta años más tarde, el abuelo había ido a la escuela del Pósito, leía, escribía y manejaba las cuatro reglas de las matemáticas. La bisabuela y la abuela, no. Tan prácticas y laboriosas como eran, fueron condenadas a seguir siendo analfabetas. El bisabuelo llegó a atesorar dos casas en Marchena, con luz eléctrica, que tuvo cerradas muchos años porque prefería vivir en las casillas alumbradas con candiles.
Para los lectores que no tengan claro si quedarse con lo nuevo o con lo viejo habrá que apuntar que las novedades suelen traer bajo el brazo un lado bueno y otro no tan bueno. El lado bueno viene de las comodidades y el progreso. El futuro lo construyen siempre los inconformistas. Que se lo pregunten, si no, a las abuelas que lograron escapar de las penurias de las casillas y chozos del campo para instalarse en una casa del pueblo, por muy modesta que fuera. El lado no tan bueno de las novedades es que acaban quitándole a uno libertad, independencia. La bisabuela apenas necesitaba ir de la casilla a Fuentes para satisfacer sus necesidades básicas, más allá de comprar alguna ropa y calzado. En cambio, la abuela tuvo que comprar el gas de la cocina, el pan de la Carrera, el estropajo ancá Benjamín y las pilas del transistor, entre otras muchas dependencias.

En la casilla había que encender el candil cuando oscurecía, pero a cambio tenía harina para hacer el pan, chimenea, carbón y cisco para la estufa, cocina de leña, chinero para los vasos y platos, ropero y camas. Tenía chimenea, anafe y, al lado, la cuadra de mulos y, a continuación, el gallinero para criar pollos y pavos, una piara de cochinos, becerros, ovejas... El bisabuelo no tenía nada, pero siendo aperador de un cortijo como la Diosá, prosperó mucho y llegó a vivir en tres casillas sin luz. El aperador era el que llevaba todo en el cortijo. Había agua de pozo, un pilarillo para dar de beber al ganado y un pilón al lado de la casilla para pegarse un remojón en verano. Para hacer las necesidades había que coger el candil y salir al olivar y limpiarse con una piedra si no había a mano papel. A Fuentes se venía a hacer las compras, a veces con los mulos atascados en el barro.
Aquella España a la escasa luz del candil, la que araba y rebuscaba garbanzos a la luz de la luna, tapaba los espejos cuando morían el padre o la madre. Nadie debía poderse mirar al espejo ni escuchar la radio. Había que demostrarle al mundo la intensidad del dolor por la pérdida. La mujer tenía que guardar un luto interminable.
Luego vinieron las bombonas de camping gas, aunque todavía ordeñaban las vacas a mano, había que coger el carro y la mula, cargar las cántaras y, lloviendo a mares, llevar la leche al camión de recogida, atascado el carro en el arroyo la Madre. El electricista Matruco ya se había convertido en el nuevo brujo de la tribu tecnológica porque a la madre se le hacía cuesta arriba estar una tarde sin la telenovela. Más tarde llegó un momento en el que la hija sufría palpitaciones el día que le faltaba el fluido eléctrico. Pero ésa es otra historia.