La noche del sábado ocurrió el milagro. Me lo decía un "escuchante", si se puede decir así, cuando terminó de tocar la Orquesta Barroca del Conservatorio Superior “Manuel Castillo” de Sevilla. Interpretaba la sinfonía “La Olimpiada”, de Vivaldi: “Estamos inmersos -decía- en los mismos sonidos que escuchaban en los salones de finales del siglo XVII y principios del XVIII. Sí, anoche el aire era herido por notas que habían viajado en el tiempo, que quedarán flotando en el espacio para ser escuchadas tal vez en algún lugar del espacio tan lejano que ni podemos imaginar".
La iglesia del Monasterio de la Encarnación fue el espacio encargado de acoger la música de Vivaldi, Telemann, Corelli, transmitida a través de la epidermis de unas jóvenes violonchelistas que sentían la música como algo vivo, orgánico, que te hacían sentir cómo tu propio cuerpo era arrastrado hacia las notas, una vez más, dueñas del tiempo. Las matemáticas se volvían bellas para las que siempre fueron una cosa abstracta y extraña. Sí, este sábado el convento de la Encarnación volvió a estar vivo, lleno de recuerdos no vividos, ajenos a nuestro tiempo, presentes gracias a la música.