No pudieron o no quisieron darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder. La situación social era desesperada, el miedo asfixiaba a la gente corriente y en tales circunstancias, a cualquier solución milagrera se le prestaban los oídos, que en cualquier otro contexto histórico les habrían sido denegados. La democracia se vuelve frágil cuando falta el pan y la esperanza. Una noche, un don nadie, un tipo sin oficio ni beneficio, pero con mucha labia, se subió a la tarima de un bar y le prometió el paraíso a un puñado de obreros cansados, muy cansados y hartos, muy hartos de malvivir. Aquel orador sobrado de chulería fue captado por un pequeño partido político que se definía como socialista a la par que nacionalista. Su histérico discurso se recreaba en pasados imperiales idealizados, apelando a las emociones más primarias, la hiel que destilaba sólo era compatible con una mente acomplejada. Para él, el pueblo estaba sojuzgado por potencias extranjeras, pero más aún por enemigos internos que acabarían con su forma de vida, con su cultura, por lo que era urgente defenderse de forma preventiva. En el futuro ideal que vendía, sólo cabía una forma de vivir, la suya.

En poco tiempo, el discurso intolerante saltó de los bares a las calles y de ahí a los periódicos, creciendo como la espuma de la cerveza que tomaban. Poco a poco, aquella organización minúscula ganó adeptos entre los más humildes. El odio, o más bien el miedo, les llevó a crear un brazo armado destinado a amedrentar a todo el discrepante. En un principio, al poder económico, político, eclesiástico y mediático aquellos frikis les parecían exóticos, estaban seguros de que nunca llegarían a ningún lado. Pero a medida que su número aumentaba vieron la posibilidad de utilizarlos como un espantajo. Podrían jugar un papel relevante para conseguir la derrota de sus adversarios. A la derecha democrática y al dinero les pareció muy fácil dominar al hombrecillo ridículo y a sus fanatizados seguidores.

Tiempo más tarde, tras las elecciones, obtuvieron un tercio del parlamento. El anciano presidente de la república, ante la pasividad de los conservadores que dominaban la cámara, ofreció la presidencia del gobierno a aquel majadero con ínfulas. El flamante primer ministro ideó entonces un plan infalible: produjo en masa una máquina que hizo que sus proclamas destructivas se colasen en los hogares del país. Aquella radio del pueblo se vendía a un precio asequible, aunque solo sintonizaba las emisoras nacionales. La anestesia surtió efecto enseguida, la propaganda lo inundó todo, el periodismo no afín al nuevo gobierno fue, primero acosado y más tarde prohibido. Tras una noche de sangre y cuchillos, aquel gobierno tomó el control absoluto de la nación. Hubo héroes, hasta trescientos mil disconformes fueron aniquilados por negarse a aceptar la nueva situación. La población acrítica, que ya veía normal lo anormal, aplaudió con entusiasmo la derogación de la democracia. El final de esta historia lo conocemos todos.

Hoy la mentira también conduce a la barbarie, que crece renovada en todo el mundo, amenazando la democracia. Ya no hacen falta uniformes color gris, ni cruces asiáticas, ni saludos a la romana, ni siquiera una radio para colarse en los hogares. Ahora están las redes sociales, en las que muchos anónimos acomplejados mienten y manipulan, degradan y humillan al diferente, negando hasta la curvatura de la Tierra. A esta lucha se une cierta prensa que ha sustituido el periodismo por la publicidad. Gran parte de la derecha democrática justifica a estos híbridos entre mesías y tontos de pueblo. Seguro que hay mucha gente de la derecha razonable que no está de acuerdo con sus postulados, pero igual que sus homólogos alemanes de hace cien años, creen que ya les pararán los pies, que de momento son útiles, bien para acabar con los comunistas, o con los etarras, o con los jipis, o con los serenos (todos tienen algo en común, hace mucho tiempo que desaparecieron).

Los derechos civiles y laborales que perderemos, los privilegios fiscales que ganarán unos pocos, la convivencia que perderemos todos se sucederán poco a poco, dándole tiempo a la “opinión pública” para hacer que parezca lógico y necesario. Pondrán las excusas de siempre, que la crisis, que no hay dinero, que son los ricos los que dan trabajo y, por supuesto, la más simple de todas: que "esto es lo que hay”. Si se cumplen los augurios, seremos las piezas indispensables del púzle de una “nueva sociedad” en la que pretenden derogar todas las conquistas sociales ganadas a pulso, seremos víctimas y crueles cómplices de la barbarie.

"Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada". (Edmund Burke)