Leyendo el artículo de Emilio Castro en este mismo medio de información me vino a la memoria que yo también me crie en un bar y que observaba, siendo una niña, cómo los hombres charlaban y charlaban, criticaban y criticaban sin prisas, sin tener que hacer la comida ni lavar la ropa. En esos tiempos solo acudían a los bares ellos, aunque por entonces ya los domingos iban las parejas a los reservados que en mi casa en verano era un patio grande y en invierno una habitación grande, entonces no se decía salón, al lado del bar.

No es de estos recuerdos de lo que quiero hablar ni de lo que pensaba de las charlas de los hombres. Hablaremos en otra ocasión. El artículo de Emilio Castro también me ha recordado la taberna de Manuel Catalino y me ha hecho pensar en una conversación que escuché, antes de Navidad, a un grupo que jóvenes universitarias, la mayoría de ellas graduadas o en el último año de carrera. Todas estaban o habían estado trabajando en tiendas de la empresa de Amancio Ortega, INDITEX, y contaban cómo las presionaban para vender más, cómo de alguna manera las incitaba a una competencia entre compañeras, cómo estaban esperanzadas en seguir contratadas, sin un atisbo de crítica a las condiciones que la empresa les imponía.

Conocía algunas de esas condiciones más profundamente porque hace unos años una amiga de mis hijas -ella sí era consciente de su explotación laboral- trabajó en una tienda de la empresa MANGO, que sigue el mismo sistema de explotación capitalista. No culpo en absoluto a las jóvenes que aceptaban su situación laboral como normal. Es lo que se les ha enseñado con el engaño de la meritocracia, con el “esto es lo que hay y si no lo aceptas ya vendrá otra”.

Algunas jóvenes universitarias, escuchaba otro día, trabajan en verano en chiringuitos de playas cobrando poco, sin contrato las más de las veces, y echando horas y horas. Decía al respecto un camarero, profesional de toda la vida, que son estas jóvenes las que contribuyen de alguna manera en la precariedad del trabajo al prestarse a esos trabajos sin tener necesidad económica porque sus familias cubren sus necesidades básicas, y no tan básicas.

Comprendiendo la actitud de la persona que así opina, discrepo en culpar a las jóvenes porque ellas también son víctimas de la presión social. Ellas tienen la intención de cubrir gastos, los cuales sienten como necesarios: ropa, vacaciones, másteres... Sí, también esos másteres que después de estudiar una carrera les obligan a cursar para aspirar a una trabajo menos precario del que aceptan para poder salir, algún día, del bucle trabajo-vida-vida-trabajo.

No podemos hacerles sentir la necesidad de luchar por un trabajo digno cuando nosotros les hemos enseñado que para triunfar en la vida es necesario competir y ser individualista. Le hemos enseñado a no sentir el apoyo mutuo como algo necesario para poder aspirar a una vida más luminosa, más digna de ser vivida, sin necesidad de prestarse a trabajar durante largas jornadas en empresas que las explotan. Cuando estudiaba bachillerato un  profesor nos decía que todas y todos tendríamos que tener durante el día tiempo para trabajar, leer, jugar con nuestros hijos o con quienes quisiéramos, pasear. Ha llovido mucho desde entonces, pero más aún tiene que llover como decía la canción "A cantaros" de Pablo Guerrero.

No solo ocurre con universitarias y universitarios. También ocurre con los jóvenes que salen al mercado laboral y tienen que elegir entre un trabajo mal pagado o el paro. La renta básica universal sería una buena solución, cuidar a  las personas, lanzar el mensaje de que la humanidad está por delante de los intereses del capital. No es algo descabellado porque la pobreza tiene un alto coste en salud, en seguridad, de vivienda, por no hablar del coste humano. Las jóvenes, los jóvenes y no tan jóvenes que aceptan un trabajo precario no son libres y sin libertad no hay democracia.