¿Qué habría hecho el trío Feijóo–Tellado–Muñoz con un escándalo tan sumamente grave como el que ha sucedido en el hospital de Torrejón si hubiera ocurrido bajo otro gobierno? Sus hipérboles darían provisiones para toda la legislatura: elevarían el ruido, agitarían el mar de rabia y lo convertirían en una ola perfecta. Ese es su terreno: el exabrupto calculado, el golpe emocional, la frase que activa reflejos antes que razones. Estos hechos no necesitan a gente de esa calaña: hablan solos; un hospital público tratado como negocio, pacientes convertidos en clientes, la salud reducida a una cuenta de resultados. No hace falta ni un adjetivo imaginativo y envenenado al estilo Tellado para que cualquiera entienda lo que significa. Deberían bastar para que a la ciudadanía se le cayera la venda de los ojos. Pero cuidado: es de suponer que ya estará en marcha la maquinaria del fango -sin escrúpulos, siempre engrasada y dispuesta a blanquear lo que haga falta- y, si se complica, ya aparecerá cualquier “Peinado” de turno -hay suficiente plantilla en la reserva- ansioso por dar otra vuelta de tuerca.
El relato crudo de los hechos debería ser más que suficiente para entender que los hospitales no son empresas y que la salud no puede ser un negocio. Pero parece que los hechos compiten en desigualdad con la papilla emocional que algunos llevan años sirviendo. El ejemplo de la comunidad madrileña es paradigmático: un modelo que ha dado excelentes resultados para el bolsillo de gente desalmada como la pareja de la presidenta, a costa de la estafa que sufre la ciudadanía con unos servicios públicos cada vez más debilitados. Y, aun así, una parte del electorado continúa respaldándolo, incluso personas con graves dificultades económicas, pese a que este modelo de privatización salvaje las perjudica de forma directa y comprobable.
Y conviene recordarlo: este escándalo no es una anomalía, sino la consecuencia lógica de una ideología que apuesta por la privatización como receta universal. Un modelo comparable a una ruleta trucada donde siempre gana la banca. Cuando se desmantela lo público, el resultado no es la eficiencia milagrosa que prometen, sino la desigualdad medible. Ahí están los datos: los tiempos de espera más largos en comunidades con mayor externalización sanitaria, el caso de las mamografías erróneas que dejó en evidencia la fragilidad del sistema privatizado, el aumento de cuotas y barreras en universidades y, sobre todo, una FP convertida en un negocio redondo, donde la ecuación es tan simple como injusta: se dejan sin cubrir las plazas que harían falta en la red pública y, con esa escasez fabricada, la privada se frota las manos cobrando por lo que debería ser un derecho accesible. La brecha educativa se agranda en paralelo al trasvase de recursos hacia centros concertados, y la gestión forestal recortada explica, en parte, la virulencia creciente de los incendios. Y entre quienes sacan tajada en este negocio no es raro descubrir una puerta giratoria.
Todo forma parte del mismo patrón: convertir los servicios esenciales -sanidad, educación, cuidados, territorio- en simples nichos de mercado, piezas en un tablero donde lo público se desangra mientras el negocio privado afila los colmillos. Es un modelo que habla de libertad mientras reduce derechos, que presume de eficiencia mientras externaliza responsabilidades, que promete modernidad mientras deja a su paso desigualdad y desprotección. Y hay que decirlo sin rodeos: esto no es un paisaje nacido de la noche a la mañana, como un fenómeno natural impredecible. No. Las advertencias estaban ahí, claras, documentadas, repetidas hasta la saciedad, pero algunos prefirieron no mirar y apostar por el viejo catecismo Thatcher–Reagan, un modelo que se ha demostrado -Piketty dixit- que solo sirve para aumentar la injusticia. Y, como si fuera poco, las redes sociales -con el beneplácito entusiasta de un ejército de charlatanes- lo han reflotado bajo barnices nuevos, multiplicando su alcance. Los resultados están a la vista: un país más desigual, más vulnerable y más dependiente de quienes ven en lo público no un derecho, sino una oportunidad de negocio.
Frente a esa deriva salvaje, temeraria e irresponsable existe una alternativa real, sólida y reconocible. La única que responde al espíritu profundo de nuestra Constitución. No hablamos de un eslogan vacío ni de una nostalgia edulcorada del pasado, sino de algo mucho más concreto y verificable: un compromiso sostenido con la inversión pública, con la universalidad efectiva y con una idea tan simple como esencial para cualquier democracia moderna: los derechos solo son derechos cuando no dependen del tamaño de tu cartera. Esa inversión —la que blinda la salud, sostiene la educación, garantiza la atención temprana, la dependencia y el cuidado del territorio— no es un gasto superfluo ni un capricho ideológico; es la estructura que permite que un país funcione, que la vida cotidiana no se convierta en una lotería y que la ciudadanía pueda respirar en igualdad.
Y, cuando se mira sin prejuicios, la evidencia es tozuda. Los países que protegen sus servicios públicos viven más seguros, gestionan mejor las crisis, reducen desigualdades y generan sociedades más cohesionadas. Y ahí es donde se ve con nitidez la existencia de dos modelos de país, dos filosofías que avanzan por caminos opuestos.
Por un lado, está el modelo trumpista -importado sin complejos por Milei y celebrado con entusiasmo por Abascal y, especialmente por una desnortada Ayuso, que incluso llegó a concederle una medalla- que reduce el Estado a escombros, glorifica la privatización como si fuera un dogma infalible y convierte los derechos en productos sometidos a la ley del que pueda pagárselos. Una lógica que promete libertad mientras entrega sectores estratégicos a intereses privados, y cuyo resultado es un país más desigual, más inseguro y más dividido.
Frente a él, existe otro modelo, muy presente en el norte de Europa. Ahí están Dinamarca o Finlandia, países donde los servicios públicos no se conciben como un estorbo ni como una carga ideológica, sino como la columna vertebral de la prosperidad compartida. Allí la educación es verdaderamente universal y gratuita, la sanidad está financiada de forma estable, los cuidados forman parte de un pacto colectivo y el territorio se gestiona con planificación a largo plazo. No es magia ni excepción nórdica: es una decisión política sostenida durante décadas que da como resultado sociedades más igualitarias, más estables y menos expuestas a la incertidumbre.
La comparación es evidente incluso sin gráficos ni informes: un país que entiende sus servicios públicos como un bien común avanza; uno que los deja caer en manos de intereses privados retrocede. La ecuación es sencilla: cuando se delega el futuro en la lógica del beneficio, la ciudadanía pierde; cuando se sostiene lo público, la democracia se cumple de verdad, no como mito, sino como experiencia diaria. Y todo esto sin mencionar una dimensión más profunda: la ética de la solidaridad, ese principio básico según el cual una sociedad decente se mide no por la riqueza de unos pocos, sino por la protección que ofrece a quien más lo necesita.
Y conviene añadir algo que demasiadas veces se oculta bajo slogans estridentes: nada de esto es posible sin impuestos, y menos todavía sin impuestos progresivos. La igualdad y la justicia social no brotan del aire; los hospitales, las escuelas, los servicios de emergencia o la atención a la dependencia no se sostienen por la gracia del mercado. Los impuestos son el instrumento material que convierte los derechos en realidades, la cuerda que ata el Estado al suelo firme de la ciudadanía. Sin embargo, quienes defienden el modelo del casino económico -la ruleta que siempre cae del lado de los mismos- llevan décadas empeñados en demonizar la palabra “impuestos” con una estrategia clara: convertir una herramienta democrática esencial en un espantajo emocional. Y lo han logrado apoyándose en el mismo ejército de charlatanes que lleva años intoxicando las redes, moldeando la opinión pública con una mezcla de sentimentalismo fácil, medias verdades y propaganda fiscal que recuerda -por su eficacia y su música pegadiza- a la flauta de Hamelín.
Prometen un país más libre bajando impuestos, cuando saben perfectamente que lo que realmente baja no es la presión fiscal, sino la calidad y accesibilidad de los servicios públicos. Lo contrario es, sencillamente, una falacia: no se puede mejorar en igualdad, cohesión y oportunidades para la mayoría sin una financiación justa que sostenga lo común. Creerlo -o fingir creerlo- es caer en la trampa de trilero que ha permitido al modelo privatizador presentarse como moderno, eficiente o liberador, cuando en realidad solo abre la puerta a un país más fragmentado y más vulnerable. Hay una evidencia empírica que se debe decir sin complejos: los impuestos no son un castigo, sino la herramienta más civilizada que hemos inventado para garantizar derechos y protegernos unos a otros. Demonizarlos es el primer paso para desmantelar lo público; defenderlos es el primer paso para reconstruir la democracia.


