El paréntesis se acabó, el final del verano llegó, ya no hay incendios salvajes (de momento). El tiempo lo marcan las catástrofes y sus efemérides, las pequeñas alegrías a las que no se les suele dar importancia también. Los recuerdos se agitan colisionando entre ellos, los instantes mágicos van ligados a las personas, los recuerdos permanecen, las personas desaparecen. Los ciclos se cierran sin que sepamos valorar su trascendencia, es el tiempo el que ordena nuestros recuerdos, jerarquizándolos, otorgando grandeza o infamia a lo vivido.
Ahora hay que incorporarse a la máquina de producción. Muchos han estado todo el mes al ralentí, por supuesto todo ha seguido funcionando, sólo somos piezas pequeñas con unos años de vida útil. Sobrevivimos desgastando nuestros cuerpos que se van ajando por el uso, aunque lo que de verdad desgasta no son los madrugones, los jefes o el estrés, sino lo que no hacemos, las oportunidades perdidas. Las cosas a las que no nos atrevemos por falta de osadía, por miedo, cobardía, por comodidad… Lo que pudo ser, pero no fue porque en el fondo no quisimos que fuese, va dejando huecos en el espíritu. ¡Ah si yo hubiera hecho, si hubiese dicho, si hubiera hablado, si hubiese callado, si hubiera amado, si no hubiese odiado! ¡Ah, si además de mirar hubiera visto!
No se puede convertir la Cruzcampo en Alhambra, tampoco se puede mejorar el pasado para convertirlo en audaz e ingenioso, aun así lo intentamos. Necesitamos contar las vacaciones envidiables. Viví anécdotas con amigos, yo recordaba lo sucedido con todas sus señales y todos sus pelos, pero prefería sus maquilladas versiones imaginativas. Contado por ellos todo era mucho más interesante y divertido. Eso pasa cuando tienes amigos creativos, por eso cuando desaparecen, uno muere un poco con ellos. A veces los muertos, los míos, se me aparecen recreados, contándome mil y un veranos. La mente hace maravillas por pura necesidad y uno necesita amigos aunque sean imaginarios.
Ahora, en cuanto nos despistemos, llegará un otoño con olor a petricor y melancolía. La temperie nos pillará haciendo números ante la llegada del shakespeariano “invierno de nuestro descontento”, mirando nuestra silueta proyectada en el soleado suelo, recordándonos cuando creíamos ser eternos. Los rocosos hitos del camino nos recuerdan los kilómetros recorridos en números romanos, pero enmudecen ante el destino. Qué suerte, yo no quiero una bola de cristal, ni tener una pitonisa de cabecera. Quiero que la vida me sorprenda, no quiero seguir ningún guión con acotaciones a pie de página, ni rutinas matemáticas.
Quiero escribir mi propio cuaderno de bitácora, otra cosa es que lo consiga, tales son los imponderables que obligan al hombre a ser esclavo de sus limitaciones, convenciones y empréstitos ¿Seré o no seré digno de mis peripecias? ¿Me he buscado lo que me ocurre, lo tengo merecido? Las más de las veces voy saltando a la pata coja los cuadrantes de la rayuela de la vida. Vivir parece un juego de niños, quizá lo sea y aun así le damos mucha importancia a estupideces solemnes, soslayando lo trascendente que es justamente lo que nos parece fútil.
Al mundo se le ha puesto cara de lunes y los horarios marcados nos hacen vivir en la esfera de un cronómetro, tic, tac. Nuestro biorritmo se divide en sueños y vigilias, en mañanas, tardes y noches. Nos adaptamos a una vida que se copia a si misma de manera fractal. Abrazados al minutero somos previsibles, supongo que es así como se reordenan las neuronas. Esa es nuestra rutina de lunes a viernes, de viernes a domingo. Pienso que la vida es el espacio que queda libre entre rutinas ¡Maldita rutina!
Claro que también pudiera ser que vivamos en una espiral de Fibonacci, en una infinita serie de números naturales, siguiendo un patrón matemático. Cada número es el resultado de la suma de los anteriores, cada acto es la consecuencia lógica del anterior, todo es tan igual como diferente, lo que también es rutinario. Ningún digito tiene decimales, a la vida le faltan matices, especialmente en ciertas cabezas cúbicas. El ser humano camina entre incertidumbres poéticas y certezas matemáticas, por eso a nada que uno quiera, dos más dos son cinco. Afortunadamente somos subjetivos, es nuestra única forma de huir. Claro que no todos quieren escapar. La mayoría de la gente se siente cómoda, les encantan las agendas, los horarios, los uniformes y que los calcetines estén en su cajón correspondiente.
Ahora que llegó septiembre, que se acerca el otoño, recordemos que al otro lado del mundo va a llegar la primavera y alguien estará soñando vacaciones, pero ahora no es tiempo de imaginar paraísos, sino de sacar agua del pozo. Para otros, su matemática rutina es buscar comida y no morir en el intento. Su cotidianeidad es seguir vivo un día más o morir entre los escombros que fabrica Israel, soñando con que sus hijos le sobrevivan.