El juicio contra el fiscal Álvaro García Ortiz ha recibido una atención inusualmente intensa: titulares diarios, análisis cruzados, retransmisiones minuciosas de las sesiones y un debate público encendido sobre la actuación de la UCO, la filtración del correo confidencial y la propia imparcialidad del proceso. En este clima, la sensación dominante no ha sido la de un juicio rutinario, sino la de un procedimiento observado con lupa por periodistas, juristas y ciudadanos. Desde antes incluso de la sentencia, el caso estuvo envuelto en un ambiente espeso, con sospechas de lawfare, registros ejecutados con una contundencia más propia de operaciones contra narcotraficantes y actuaciones de la UCO que suscitaron serias críticas: volcados masivos de móviles y correos muy por encima del marco temporal autorizado, así como descontextualizaciones de mensajes de WhatsApp que alteraban por completo el sentido de los hechos. A ello se sumaron debates sobre la independencia judicial y no pocos gestos de imprudencia por parte del propio tribunal, que contribuyeron a intensificar la polémica pública. Con este telón de fondo, la resolución del Supremo ha llegado envuelta en una mezcla de expectación y desconcierto, pues muchos han intuido en ella más artificio que claridad.
Cualquier alumno o alumna de 1º de Bachillerato podría analizar esta sentencia, y dispondría en ella de una base suficiente para realizar una crítica fundada. Sólo necesitaría haberse aplicado en las clases de lógica proposicional, una lógica de lo más elemental. Y apelamos a ella porque el examen del núcleo del razonamiento que sostiene toda la sentencia exige recurrir precisamente a esta ciencia formal. El Tribunal Supremo sostiene que pudo ser Álvaro García Ortiz -o “alguien de su entorno con su conocimiento”- quien filtró el correo confidencial. Y, aunque reconoce que no hay «prueba definitiva» de que él mismo pinchara la tecla Enviar, concluye que él -o ese misterioso “alguien”- filtró el contenido a los medios.
Aquí, como decimos, entra la lógica, esa vieja aliada que, cuando se la convoca, no perdona. Veamos cómo razonaría un alumno mínimamente atento al que se le pidiera evaluar, desde la lógica proposicional más básica, si la sentencia obedece a justicia… o si quieren dárnosla con queso. Llevo años predicando en el desierto la necesidad de incluir la lógica en los planes de estudios desde la primaria, porque no hay mejor herramienta para entrenar el pensamiento que esta gimnasia silenciosa. La lógica, al fin y al cabo, no es una disciplina abstracta reservada a filósofos melancólicos: es el arte de no dejarnos engañar por conclusiones que no se siguen de sus premisas.
Enseña a distinguir lo que está demostrado de lo que sólo se afirma; a separar la estructura de un argumento de la retórica que lo envuelve; y nos vacuna contra esa tendencia tan humana -y tan peligrosa en los tribunales- a confundir lo posible con lo probado. Si un estudiante comprende que una inferencia sólo es válida cuando la conclusión se desprende necesariamente de las premisas, entonces está preparado para detectar cualquier salto indebido, cualquier deducción apoyada más en intuiciones que en evidencias. Aplicar esta lógica elemental al ámbito judicial no es un capricho académico: es recordar que una sentencia debe ser un razonamiento impecable, no un cuento bien contado. Cuando la lógica falla, la justicia se convierte en una versión solemne del «pues podría ser» y eso -para desgracia de los inocentes- jamás debería bastar para condenar a nadie.
Nuestro alumno, al principio, quizá se intimidaría al escuchar “Tribunal Supremo”, pero enseguida comprobaría que todo se reduce a un problema de lógica elemental, aunque quieran servirlo disfrazado de solemnidad. El Tribunal Supremo parte de una disyunción, y en lógica ocurre algo muy preciso: de una disyunción (“A ∨ B”) jamás puede deducirse cuál de las dos alternativas es verdadera. Una disyunción sólo afirma que al menos una lo es; no nos concede privilegios detectivescos para señalar a la culpable. Es como escuchar dos voces detrás de una puerta y concluir que alguna habló… sin saber cuál.
Una vez que el alumno hubiese llegado a esta conclusión -y para entender que la lógica tiene una aplicación directa en la realidad y nos ayuda a resolver problemas de razonamiento- analizaríamos qué debería inferirse en el caso de la sentencia del Tribunal Supremo, que sostiene que pudo ser Álvaro García Ortiz -o “alguien de su entorno con su conocimiento”- quien filtró el correo confidencial.
En derecho, la idea es idéntica, aunque la toga pretenda adornarla: “O ocurrió X u ocurrió Y” no acredita ninguno de los dos hechos. No puede transformarse mágicamente en “X es cierto” ni en “Y es cierto”, porque una disyunción no demuestra nada por sí misma. El tribunal necesitaría pruebas independientes que respalden una de las alternativas y permitan descartar la otra con la debida solidez probatoria. Puesto que no ha quedado acreditado que fuese él, ni de forma directa ni a través de un tercero, quien filtró a la prensa el correo en el que el abogado de Alberto González Amador admitía la comisión de dos delitos fiscales, la sentencia condenatoria sólo puede entenderse como un acto de injusticia.
Desde el punto de vista lógico y jurídico, una disyunción -“A o B”- no identifica al responsable; sólo abre dos puertas. Y dictar sentencia eligiendo una puerta sin pruebas que la distingan de la otra equivale a condenar por intuición, no por demostración. En términos jurídicos: viola el estándar probatorio, que exige certeza razonable y no un simple “pues podría ser”; y traiciona uno de los pilares básicos de cualquier sistema democrático: la presunción de inocencia, al convertir una posibilidad no probada en un hecho consumado.
El Tribunal Supremo condena tomando uno de los dos caminos sin prueba que lo justifique. Y al hacerlo, no es el acusado quien queda en entredicho, sino la propia lógica del tribunal. La sentencia se convierte así en una pieza debilitada desde su base, incapaz de sostener aquello que afirma. No estamos ante una mera irregularidad jurídica, sino ante un desvío grave del deber de razonar: eso que, cuando se abandona el pudor terminológico, recibe un nombre preciso y preocupante: lawfare.

