La razón fundamental por la que el ser humano se ha impuesto es por su capacidad de comunicar. Hablamos con palabras, movimientos de manos, pupilas y pestañas, códigos de señales a través de la ropa, los complementos, el maquillaje… Externalizamos la apariencia de poder con coches, cortes de pelo y blanqueamiento dental. Necesitaría unas gafas de sol de culo de vaso para no deslumbrarme con los piños de más de uno. Somos actores y actrices en una representación sin fin. Los gestos, las miradas, el tono de la voz, la sonrisa más o menos real, más o menos falsa, son decisivos. Vivimos en la era de la pantomima y la caricatura, la del envoltorio y el trampantojo, la de “oro parece, plata no es”. Todos elaboramos tics y ademanes escogidos para una venta en la que en el escaparate estamos nosotros mismos. Hay quien está todo el año de oferta.

Somos avutardas en la dehesa extremeña, caminamos con el buche henchido, agitando las plumas al viento y gritando: ¡escógeme tengo más pavo que nadie! Somos polluelos de golondrina, agitando la cabeza con la boca abierta, reclamando el gusano que nos corresponde. El que no llora no mama, el que no alardea, el que no lleva alzas en los zapatos para parecer más alto, tampoco. Triunfan los que no dudan porque están seguros de todo. Los que están tan bien pagados de sí mismos, que no alcanzan a pagarse la nómina del mes. Los que caminan, pero ya de vuelta. Los que no se encogen de hombros para no arrugarse el traje. Los que sólo miran de frente porque todo lo de abajo es inferior. Los que siempre van a la última, aunque la última sea la más estúpida de todas.

Todo forma parte del mismo carnaval, de la feria de las vanidades, del mismo baile de máscaras en el museo de cera, en el que las caras se derriten de tanto ser miradas. Bienvenido al mercado de ganado en el que todo, todos y todas, están a la venta. A caballo compradizo sí que se le mira el diente, comprendo ahora lo de los piños blanqueados. El cliente manda, él decide a quién le quitan la silla y tiene que abandonar el edificio y quién se queda con Kent o con miss universo.

Con seguridad engominada, aburrido de darle vueltas al mundo, comer solomillo de vaca Wagyú, beber agua animal, vegetal y mineral, embotellada en la Antártida, y llevar calzoncillos de seda de gusano mutante, el real pavo sólo puede venderse bajando a la arena. Así nace la campechanía. “En el fondo es muy normal, casi, casi, como nosotros”. Queremos pensar que todos somos iguales, lo cual es cierto, pero algunos no lo han creído nunca. Para ellos, hablar de tú a tú con los comunes es una manera de destacar, una forma de comprar algo que no tiene precio, el respeto. Para conseguirlo hay que regalar muchos oídos y alguna oreja, así llega el populismo. Generoso, el poder se rebaja ante el vulgo. Claro que el populacho sabe aplicar lo que decía James Stewart en Historias de Filadelfia: “Con el rico y el poderoso hay que ser orgulloso”. El orgullo es la única defensa del pobre.

Aquí no hay santos que valgan, el humilde pueblo hace lo mismo pero a pequeña escala. No puede lucir en la muñeca un Rólex de oro, pero sí un “Trólex” chapadillo en un metal brillante y amarillo. Mira hacia abajo y no ve a nadie, por eso mira hacia los lados buscando a alguien como él, pero al que la vida le vaya peor. Se siente tan estupendo como divino yendo de vacaciones toda una semana a un cámping y bebiendo vino de cartón con gaseosa. Qué suerte tengo por derecho de nacimiento, al menos no soy negro, tengo papeles para poder respirar y aferrarme a mi hipoteca de por vida. ¡Esto es libertad! Necesitan que haya gente más pobre que ellos para poder comprar el embuste de la existencia de la clase media.

Calderón se equivocaba, la vida no es sueño, la vida es puro teatro en el que algunos necesitan apuntadores, mesías, gurús de estilo, influencers, expertos en protocolo y etiqueta. También necesitan encantadores de serpientes de cascabel los que te miran a los ojos y afirmando “a mí me duele más que a ti” sin dejar de sonreír, dicen: “estás despedido”. Uno acaba pensando, menudo cabrón, pero qué majo, qué educación, cuánta empatía.

Las formas, sacralizamos las formas, somos sus esclavos, pero no lo sabemos. O quizá sí. El fondo, la esencia, no parece importar en el gran circo humano, ése que va desde "hola vecino, parece que hoy va a llover", dicho en el rellano, a las firmas gigantes de Trump o el “Extra homnes” cuando se cierra la Capilla Sixtina con mucha pompa y boato en busca de un nuevo Papa. Somos prisioneros de la liturgia.