Sus vidas se tienen por solitarias y reposadas, al ritmo que marca el ganado. En medio de sus cabras y ovejas, entre veredas que se estrechan cada vez más con cada siembra. Los pastos son cada vez más escasos, los piensos más caros y los intermediarios que compran la leche para una industria quesera, más intransigentes. El que cuida sus cabras se puede decir que sólo saca su jornal, pero trabajando quince o veinte horas. Es más importante el hechizo que tienen que lo que dejan. A unos les gustan los perros de caza, a otros jugar a las cartas y a ellos les gustan las cabras. Han crecido en la soledad de los rastrojos, apacentando sus rebaños de cabras en los secanos. Cuando se les habla contestan con un soniquete difícil de entender para algunos, pero todos comentan lo mismo. Poco a poco han ido desapareciendo, igual que las veredas donde pastaban.

Son las únicas personas que siguen realizando este trabajo con una pequeña piara de cabras u ovejas, cuya leche ordeñan cada día y venden a una fábrica o cooperativa. Todos saben que cuidar cabras es un trabajo muy duro, como lo son todos los trabajos de la agricultura y la ganadería, a pesar de que se hayan mecanizado. Porque el ganado es el sector que más horas necesita. El pastor dedica su vida a ello, porque esta labor no entiende de horarios ni festivos,tiene que ordeñar por la mañana y por la tarde los 365 días del año. Así, culturalmente, ha tenido poco tiempo para relacionarse.

Los pocos que quedan son voces que claman en el desierto reivindicando su derecho de las vías pecuarias, cañadas, coladas, cordeles, veredas, descansaderos y abrevaderos de su propio pueblo, usurpadas, lo que les dificulta sobremanera el tránsito con su ganado, a pesar de tener derechos históricos reconocidos por la ley, lo que fueron veredas anchas ya son pasillos estrechos por donde ni siquiera pueden pastar. A causa de todo ello, mal mirados... su ganado se mete en las siembras, hace daño, dicen... Pero ellos saben a ciencia cierta que les pertenece su paso, que su ganado va por su sitio. Cañadas reales de 90 varas comentan ellos, convertidos en pasillos.

El cabrero, oficio antaño singular en nuestro pueblo y ahora en peligro de extinción, es dignísimo oficio y fuente inagotable de sabiduría para quienes tienen la oportunidad de escuchar y compartir con estos personajes un rato de su vida. Sus voces, socarronas, un torrente flamenco, un acento antiguo y montuo difícil de entender, pero que le da música a la campiña, crecido de la convivencia del hombre y el animal. Son cultura tradicional, un lenguaje, una forma de vida que se pierde. Usan palabras y expresiones que dotan de señas de identidad a los pastores y cabreros que se dibujaban en el paisaje fontaniego no hace tantos años.

Esa especial relación del cabrero con su ganado, que le permite sentenciar con este otro decir de “quien las quiere es quien las tiene”, pues sabe que tiene mucho que andar con ellas para buscarle alimento. Muchos son los enemigos de las cabras, que no quieren ni verlas, y critican que los cabreros anden por lo ajeno y por vías pecuarias que también se han perdido. Son las carreteras del ganado, abrevaderos, descansaderos, veredas, cañadas y coladas. El rechazo no obedece a que las tierras estén en cultivo, pues es el cabrero el primero que se preocupará por respetar los cultivos, pero nadie respetó su espacio, ni nadie dio valor a su faena. Cabreros de piel curtida y andar lento, de taleguilla, borrico, mulo, garrote y perro.

Para algunos será simplemente que no les gustan las cabras. Para ellos es su forma de vida y su sustento. No comprenden por qué el cabrero sufre ese desprecio. No aprecian que de la relación cabrero-ganado se ha cumplido aquel refrán castellano que reza “con el roce, nace el cariño”, pues no todo en el cabrero es aprovechar leche y carne. Al ganado le dedica buena parte de su cariño y en este pueblo muchas familias se formaron de cabreros, que gracias a su lucha y su tiempo todavía perduran Se resisten a dejar de serlo.

En Fuente eran más de cuarenta familias, de las cuales puedo recordar y desde aquí menciono a fontaniegos como José el Cuchara, Francisco el Trigo, los hermanos Perlito, el Conejito, los hermanos Orejitas, los Hermanos Patota, los Piojos, los Becerril, los Jarinos, los Trapero, el Chanurro, el Telera, el Lino, Antonio Calichera, Juan Espurgagato, Matias, el Gorrión, Elias Calleja, Manuel y Joseíto el Pelao, Manolo el Porquero, el Rubio de las Tortas, Aurelio, Manolo Jeromo, Juanito el Calero, Bastian el Sordo, Manolo el Gato, Gordillo, el Cagarruta, el Tío del Calvario, el Comelón, Cristóbal Reverte o Manolo Cochera, Juan Antonio el Perlito, los Socorro...

Siluetas que se dibujaban en la campiña junto al sonido de cencerros y berreos de las madres ansiosas por encontrar sus retoños en los corrales al anochecer, los chivos que quedaron atrás. Hombres nobles, humildes y de buen criterio, odiados por caciques y terratenientes que lo único que buscaban era el pan para su casa. Largas caminatas de sol y polvo por rastrojos y barbechos, conocedores de las estaciones y de las lunas, a la que cantaba la fecha de paridera. Y así año tras año, vereda tras vereda. Desde aquí, un homenaje  a todos ellos.