Lentejita vivía en el cortijo del amo, con su madre, su abuela y su tía. Era amiga de todos los gañanes del cortijo y especialmente de los dos hermanos Corteza, auténticos cazadores de grillos, que ponían en una jaula y volvían locos a todos con su frotar de alas en el “caló” sofocante de las noches de verano. Los hermanos Corteza querían mucho a Lentejita, fueron ellos los que le pusieron el nombre porque era tan pequeña que apenas levantaba un palmo del suelo y porque a los dos les encantaban las lentejas que la abuela de Lentejita les cocinaba.

La abuela de Lentejita era querida por todos los que vivían en el cortijo. Había sufrido mucho desde que su marido, el abuelo de Lentejita, se escondió en el “soberao” del cortijo sin que el amo lo supiera. Allí pasó cinco años para, después, una noche de invierno oscura y lluviosa partió hacia la frontera de Portugal y nunca más se supo de él. Desde ese día toda la familia durmió más tranquila por la noche y miró más triste hacía el oeste durante el día. Las noches eran los momentos más felices para Lentejita. Nada más ocultarse el sol, con su madre ya en el caserío después de encerrar a las vacas del amo, corría hacia la enorme cocina donde acudían los gañanes. Su abuela había encendido la chimenea donde se tostaba el pan que acompañaba al cocido, a las gachas o al tocino y la morcilla extendidos sobre la rebanada caliente.

Esto ocurría en las noches de invierno. En las de verano se sentaba en la puerta a tomar el fresco y se iba durmiendo mientras los hermanos Corteza le iban contando las bromas que durante el día los gañanes se habían gastado. Algunas no le parecían ni bromas, más bien eran humillaciones repetidas en el tiempo, como el palo de ciego que ríe mientras golpea al lazarillo inocente, tal vez porque su ceguera no le deja ver las lágrimas del lazarillo.

A veces, Lentejita preguntaba por su padre y entonces el silencio que envolvía el tiempo y el espacio le decía que debía callar. Solo alguna vez en los jirones del silencio que permanecían flotando pudo adivinar, intuir más bien, que el secreto de su padre y el ocultamiento del abuelo y posterior desaparición estaban relacionados. La madre de Lentejita salía todas las mañanas a despertar el sol con los mugidos de las vacas y regresaba al atardecer cuando el mismo sol quería dormir y el mugido le molestaba para ello.

Un día, a la madre se le olvidó llevarse la talega y la abuela le dijo a Lentejita que fuera a llevársela. Cuando Lentejita iba caminando por la vereda junto a un arroyo, comenzó a llover. Rápidamente se refugió entre unas palmas que crecían por allí. Como estaba a resguardo y calentita se quedó dormida profundamente. Mientras tanto, el amo, que aquel día había llegado al cortijo, quiso salir, una vez que dejó de llover, a dar un paseo con el caballo y el perro, enorme y de colmillos afilados.

El amo siguió la misma vereda que Lentejita y, al llegar a las palmas donde dormía la niña, el enorme perro empezó a ladrar. El amo creyó que había visto una serpiente o mejor aún una codorniz asustada, así que lo animó a introducir su boca de dientes afilados en las palmas y.. ¡zas! de un solo bocado se tragó a Lentejita. Cuando el amo quiso reaccionar ya era tarde, solo alcanzó a ver la punta del pelo de Lentejita. Al principio se asustó y no supo qué hacer, pero poco a poco se fue tranquilizando y pensó: “Bueno, vamos a ver, nadie nos ha visto, estas tierras son mías y la abuela de Lentejita trabajaba ya para mi padre, igual que su marido, que por cierto no denuncié, bueno sí, pero dije que no estaba aquí, cuando no estaba seguro. En fin, esa niña, la pobre, tan chica y canija que nunca iba a poder encontrar novio. Creo que a su madre le he solucionado un problema. A lo mejor le regalo una vaca para Navidad, sí eso es, una vaca, al final estará agradecida”.

Esos eran los pensamientos del amo cuando iba de vuelta al caserío. Al llegar se apeó del caballo y entró en el señorío con el perro que parecía haber engordado algo en solo una tarde. Cuando la madre de Lentejita regresó con las vacas, le reprochó a su madre que no le hubiese llevado la talega y ésta le dijo que se la había mandado con la niña. A partir de este momento todo fue un ir y venir, un preguntar y un buscar, sin consuelo. Todos los gañanes, que aquella noche les tocaba ir al pueblo para vestirse de limpio, se quedaron en el cortijo para buscar a Lentejita. Todo fue inútil, pero cuando por la mañana fueron a preguntar al amo si había visto a la nieta de María la de José el vaquero, el amo contestó con evasivas y empezó a preparar su marcha.

En esos momentos, los hermanos Corteza, que conocían muy bien al perro del amo, empezaron a observar que éste andaba con la cabeza gacha y el rabo como vulgarmente se dice entre las patas, además de entre los afilados dientes asomando un extraño brillo que los hermanos Corteza identificaron con la luz que el pelo de Lentejita solía tener los días que su abuela se lo lavaba y después se lo aclaraba con unas gotitas de vinagre. No dijeron nada a nadie, de manera disimulada se fueron llevando al perro del amo a los olivos con el engaño de un terrón de azúcar, pues sabían que era muy goloso.

Una vez lejos de la casa le dieron el terrón de azúcar, donde previamente habían puesto aceite de ricino. Nada más probar el azúcar, el perro del amo comenzó a defecar en abundancia, parecía que fuera a estercolar el haza. Y ¡oh! Lentejita apareció sana y salva, algo sucia, es verdad, pero eso se arregló en el arroyo. Cuando la madre, la abuela, la tía y la prima de Lentejita la vieron lloraron de alegría, todos los trabajadores del cortijo, incluido el administrador, se alegraron, incluso el amo sintió alivio, pero no sabía qué explicación dar, ni se atrevía a preguntar por su perro que yacía exhausto  en medio de los olivos.

Todos miraban al amo esperando una respuesta, pero ésta nunca llegó. Solo una vaca por Navidad, pero para entonces Lentejita, su madre, su abuela y los hermanos Corteza estaban en Alemania, unos y otras trabajando, y Lentejita estudiando en un colegio donde cada día aprendía cosas nuevas e interesante. Muchos años después, una abogada alemana de origen español, a la que su familia llamaba con un diminutivo, defendía en el tribunal de Estrasburgo las causas que los familiares de desaparecidos en la guerra civil y en la postguerra de España habían conseguido llevar hasta allí. Ah, y los hermanos Corteza siguieron viviendo en Alemania, donde se casaron y fueron medianamente felices, igual que la prima de Lentejita. El mayor de los hermanos regresó a España cuando se jubiló.