No es tan nervioso como lo fue antes, cuando era más joven. El tiempo ha apaciguado su espíritu. A su edad ya no le preocupan las futesas cotidianas, le basta con un sol radiante, tranquilidad y alimento. Su roca es su castillo y él, el vigilante de la torre, el portero que permite la entrada y la salida de barcos en el Mediterráneo. Todos los tráficos ve y todos los intuye desde su atalaya.

Algunos piensan que es extranjero, que no es autóctono, les da igual que sus antepasados lleven viviendo ahí desde hace tanto tiempo, que ya nadie lo recuerda. Para él esa es su patria, aunque sea pequeña y fronteriza. No le importa que a un paso se hable español y ahí inglés. Que África y Europa parezcan estar a punto de colisionar en el Estrecho, que dé la impresión, de que el Atlántico quiera engullir al Mediterráneo, a nada que este se descuide. No perturba su sueño, ni el Brexit de Boris Johnson, ni la Unión de Von der Leyen. Si mira hacia al oeste ve cómo la ciudad se desparrama, descolgándose hasta la bahía. Si mira hacia al sur, la columna de enfrente se muestra imponente ¿Habrá primos suyos también en esa montaña? Se pregunta.

Espera paciente a que aparezcan los turistas ingleses. Hace tiempo que conoce el horario de llegada de los aviones, quizá hoy pueda arrebatarle el sándwich de rosbif a un niño de roja cabellera aprovechando un descuido. Ojea todo lo que le rodea. Los de su especie son así, pero por más que observe no ve diferencia en el paisaje, ni de este lado ni del de enfrente. Todo es verde rodeado de azul. No ve países ni continentes, ni banderas, estandartes, verjas, fronteras, ni tratados internacionales. No hay líneas pintadas sobre el mapa. No se siente británico, tampoco español, es de origen africano, pero europeo, es bereber pero nunca ha visto el Atlas. Él, de su columna y se aferra a ella como su pariente lejano King Kong al Empire State.

Te envidio, macaco de Berbería, mono de Gibraltar. Eres imprescindible para el paisaje, todos te respetan y cuidan porque eres necesario para que funcione el imaginario colectivo del pueblo llanito y del resto de la comarca, para que la leyenda continúe como mínimo otros trescientos años más. Incluso a Winston Churchill le preocupaba tu salud, hasta la obsesionarse con ella. Tú no eres una mascota como la cabra de la Legión española, no pronosticas nada como la marmota estadounidense, no eres el gallo francés ni el león de Inglaterra, pero eres un símbolo de la identidad gibraltareña. Como si supieras lo que eso significa, tú te dedicas a chillar, reclamando tu territorio rocoso, reivindicando que si le pertenece a alguien es a ti.

En este tiempo en el que libertad, una de las palabras más hermosas en cualquier idioma, está tan manoseada como siempre, todo el mundo se la atribuye para usarla a su conveniencia. Ha sido tan “reinterpretada”, golpeada y violada que a veces empiezo a tener dudas sobre su significado. Sin embargo tú, primate peludo, me reconcilias con el concepto de libertad, al verte trepar a gran velocidad montaña arriba, sin deudas, ni ataduras, sin órdenes, ni disciplinas. Naturalmente, no usas esta palabra para justificar la violencia, la insolidaridad, el egoísmo, la falta de empatía. No sabes lo que significa, eres un animal salvaje.

Miras con cierto desdén las miserias que se suceden abajo, a los pies de la Roca y te ríes mostrando los colmillos. No te importa la política internacional, ni los pasaportes, ni los contrabandos, ni los ardores patrios, y piensas “pobres diablos”.
¡Bendita inconsciencia!