En mi barrio, hace muchos años, un día apareció un subsahariano que se buscaba la vida vendiendo baratijas. Los vecinos se reían de él, tratándolo como si fuese un niño, con la condescendencia paternalista del que se cree muy superior. Regateaban con precios ridículos, a sabiendas de que no le iban a comprar nada. Aquellos taxistas, mecánicos y repartidores se sentían superiores. “Paisa, paisa”, le decían. Aquel hombre, que había ido a la universidad en Senegal, no entendía nada. Creía que había llegado a un país culto y desarrollado. Eso le habían contado desde niño sobre los europeos. Muchos años más tarde, el verano pasado, TVE entrevistaba a dos jóvenes atletas españoles, Ana Peleteiro y Ray Zapata, medallistas en Tokyo. Zapata decía: “somos de color…”. Peleteiro lo interrumpió diciendo: “somos negros, qué de color, de color son ellos”.

Negros como el carbón, que nos quitan el trabajo, que nos ensucian la sangre inmaculadamente pura, inmaculadamente blanca. Hay muchos negros, negritos, moros, sudacas y chinos. Todos acabarán con nuestras esencias, con la cultura occidental, con nuestras tradiciones más enranciadas. No nos bastaba con los gitanos, sucios gitanos, pequeños gitanos, mirados siempre desde arriba. “Ya tenemos suficientes delincuentes propios para que vengan esos muertos de hambre y salten los muros que les hemos puesto”, dicen los “intelectuales” del supremo odio.

No recuerda Europa, la culta Europa, la gorda Europa, que antes fue famélica y analfabeta, que las enfermedades y la guerra se cebaron con ella. No recuerda Europa que fue la sangre derramada la que dibujó sus fronteras. No recuerda Europa, no quiere, que los señores de la guerra camparon a sus anchas, matando, saqueando y violando todo lo que se movía. Y lo que no, también. No se acuerda Europa de que esos asesinos y ladrones hicieron que se les llamara reyes. Muy al contrario, recordamos pomposamente que hay estirpes que se remontan al siglo… Elegidos por Dios, por supuesto, han mandado desde la noche de los tiempos. Generación tras generación, se han ceñido la corona para poder vivir del cuento, con sus hadas y castillos, sus mitos y leyendas.

Miro y veo a muchos chavales, de aspecto diferente, de color diferente, de religión diferente, de costumbres diferentes, que son tan de aquí como yo mismo. Son enérgicos y vitales, dispuestos a comerse el mundo. Viven en el único país que han conocido, el suyo. Aunque siempre les estén recordando de dónde vinieron sus padres. Es curioso que otros compatriotas con apellidos foráneos, lejos de ocultar su ascendencia, alardean de ello sin cesar. Yo tengo ocho apellidos guiris ¿y tú? No es lo mismo llamarse Awa N´goro que Cayetana Fitz-James Stuart. No es lo mismo ser Milton Pérez, que Ortega Smith. No es lo mismo llamarse Mohamed Jamal, que Felipe de Borbón. Los apellidos se pueden cambiar o hispanizar, pero dará lo mismo porque seguirían siendo negros, moros, sudacas o chinos. El color de la piel es indeleble.

A menudo esos jóvenes son tan invisibles como lo son sus padres, salvo para tratarlos de lerdos ignorantes, de salvajes y/o ladrones. A los futbolistas les llaman monos y les tiran plátanos. Eso sí, si se ponen la camiseta roja de la selección nacional y triunfan, entonces sí que son “españoles y mucho españoles”. Entonces son un castizo orgullo patrio.

Los oigo cada día en el autobús, viajando desde la periferia, hablando con acento, pero no el de sus padres, sino con mí mismo acento andaluz. Los veo con más ilusión y compromiso por la vida que sus malcriados amigos blancos de piel rosita, esos que no levantan la cabeza, inmersos en la virtualidad de su celular. Ellos y ellas, chavales de segunda categoría, están dispuestos a asaltar el paraíso, sabiendo que nada se le regala al pobre, sabiendo que nunca se le aclarará lo oscuro de su piel, siendo exóticos sin pretenderlo. Veo en el brillo de sus ojos las mismas ganas que tenían los jóvenes andaluces que huyeron a Cataluña, a Alemania, a Francia. Para tener esperanza no hace falta tener un color de piel determinado.

Son de la estirpe de la supervivencia que se remonta a la misma época en la que se instauraron los reinos. Ser pertinaces, resistentes y osados es la única flema que le legaron sus antepasados. No habrá insultos, ni motes, ni etiquetas, ni prejuicios, ni bulos, ni machismo, ni racismo camuflado o del otro, que puedan parar una fuerza de la naturaleza tan grande. Esa fuerza lleva haciendo que el mundo gire desde antes de que contásemos el tiempo. Es imparable la determinación de una persona que cierra los puños, que aprieta los dientes y nada tiene que perder. Los “diferentes” tendrán que pelear contra la vida mucho más que el resto, pero por eso, por tanto esfuerzo, muchos llegarán lejos.

Niños de colores, hijos de la tierra, que nadie os robe el futuro. Vuestra sangre es tan roja como la mía, tanto como la de los intolerantes racistas, "odiadores" de todo lo que ignoran.

No habrá vallas ni muros que os impidan la entrada en el paraíso.