El mundo se desliza en paralelo, la vida desaparece en un instante para ser sustituida por otra. Nada se repite al otro lado de la ventanilla, ni los campos dorados del verano, ni los tutti frutti de la primavera, ni las viejas estaciones de pueblo en las que ya no paran trenes, solo se detienen los olvidos. Chirría metálicamente el acero de las ruedas, como si fuesen espadas que cortan el tiempo en rodajas. En cada curva salta una chispa, el tren cimbrea, se desgrana el balastro asentando el camino férreo. El silbato anuncia la inminencia de la llegada de un microcosmos ajeno al paisaje. Alto, que se detengan los caminos, que paren las labores, que frenen los tractores, pues el tubo de metal no para, no se detiene ante los rebaños ni ante las gentes.

Puedo recordar las prisas, el acarreo de maletas, los cafecitos haciendo hora en estaciones repletas, la búsqueda del asiento en el coche de clase turista, la cara del tipo con chaquetilla blanca que vendía mostachones de Utrera. Recuerdo los viajes al Puerto de Santa María, para cruzar en el Vaporcito la Bahía hasta Cádiz por puro placer, sintiéndome un efímero marinero sin tierra. Recuerdo los trenes que tomé, las estaciones, los horarios, los convoyes que se cruzaban, pero no los que perdí ¿Cuántos trenes habré perdido en mi vida? También me subí a otros equivocadamente pensando que era afortunado, para luego acabar en una vía muerta de una estación abandonada por falta de uso ¿Cuántas oportunidades perdemos? Cuántos noes pronunciamos que debieron ser síes. Cuántos sueños salieron rodando puntualmente de noche sin que yo me montase.

Las personas a veces perdemos oportunidades y ofertas, somos cobardes y rehusamos los cambios, o demasiado valientes, jugadores que erramos el tiro aferrados a un trébol de cuatro hojas. Cuántas oportunidades se diluyen en la noche estrellada, cuántos momentos decisivos se disuelven ante los imponderables, cuántos futuribles se quedan en nada. Los países y sus pueblos son organismos vivos igual que la gente, los hay hermosos y feos, listos y tontos. De este, del nuestro, no tengo dudas sobre su belleza, de su inteligencia podríamos discutir. Llevamos cojeando desde principios de siglo XIX, perdiendo oportunidades, perdiendo revoluciones industriales y de las otras, bajándonos de trenes ya en marcha. Llegando tarde y mal, con frecuencia nunca.

¿En qué momento este país perdió el tren?

Hartos ya de estar hartos de fracasos y venganzas, nos cansamos de nosotros mismos y decidimos construir para variar, inventar en lugar de copiar, reconocer nuestras fealdades y actuar en consecuencia. Ahora la gente coge el tren para ir de vacaciones en lugar de emigrar. Todo iba razonablemente casi bien, dentro de un orden y nos respetaban fuera y, poco a poco, encontrábamos nuestro sitio. Pero la sangre del señorito sigue corriendo por las venas de los dueños de la tierra y el aire. Con voz de ángel, Cecilia cantaba “Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra”, pero muchos piensan que España es sólo suya. Les pertenece por derecho divino o por haber estado comprando el cielo a plazos generación tras generación, algunos ya tienen plaza de aparcamiento a la diestra del padre.

España es tan suya que no permiten gobiernos díscolos, desobedientes, que no crean en la fe verdadera del neoliberalismo que fomenta la libre competencia y la libre delincuencia. No hay reglas en el casino y si las hay, acuden a islas piratas en las que todo vale si la propina es buena. “Libre, libre quiero ser”, cantan cínicamente los trileros de guante blanco.

Los fusionados bancos se fusionan más y las oficinas desaparecen y los empleados también. Los beneficios, sin embargo, engordan y la plata pública que les dimos para que el mundo no desapareciese no aparece. La banca siempre gana, la pasta depredadora defiende sus privilegios, fabrica monstruos y agita miedos. Y los cenutrios sin carné compran discursos falaces y escuchan a quienes les dan la razón, a quienes les venden un paraíso inventado en el que ellos no son mediocres, ignorantes, intolerantes y brutales, sí hombres como Dios manda, patriotas comprometidos. ¿Había que amar a la patria o a la pasta?

Ahora que resurgíamos de las cenizas tras muchos fracasos, imperios, dictaduras y guerras, ahora que podríamos brillar, siendo expertos en intolerancia, vuelve la caspa, la de siempre, bajo palio con charanga y pandereta. Ahora podríamos ser una sociedad presentable, pero los reyes de la falacia y sus cómplices rebañan la orza mientras anuncian apocalipsis comunistas inexistentes. No nos hundiremos mientras subamos al tren del progreso social, cultural y económico, el de todos. Los trenes pasan y nos quedamos mirando pasmados, como la Penélope de Serrat, sentados en un banco en el andén, meneando el abanico, mirando las caras al otro lado de las ventanillas, como tantas veces en nuestra convulsa historia.