Si creyésemos en la perfección, diríamos que Luis la Roeta era el prototipo de hombre perfecto. Si creyésemos en Dios, diríamos que Luis la Roeta era el prototipo de hombre creyente. Si creyésemos en el dinero, diríamos que Luis la Roeta era el prototipo de hombre entregado al comercio como sólo lo han hecho en Fuentes personalidades como Benjamín, Paco la Ana, Cecilio o Aurelio. Si creyésemos, creeríamos en la perfección, en Dios, en el comercio y en el dinero, el único Dios verdadero. Por eso creemos en Luis la Roeta, prohombre de alta prestancia, perfeccionista, esmerado, atento, educado. Muy pocos en Fuentes lo conocieron por su otro nombre, Luis Ruiz Gamero.

Detrás del mostrador, Luis la Roeta detenía la mirada escrutadora sobre el cliente como quien la deja en reposo. Como bien saben los buenos comerciantes, al cliente hay que mirarle directamente a los ojos, escucharle atentamente y dedicarle tanto tiempo como le haga falta. La mirada esquiva, el oído en otra parte y la tasa del tiempo dan magros rendimientos al comerciante. Como al político. Atención y detenimiento, como marcaban los cánones de la época. Y el cigarrillo en lo alto del mostrador. Al caer, la ceniza no fallaba nunca en la diana del cenicero cuidadosamente dispuesto en el lugar adecuado y en el momento preciso. Pelo rizado, peinado hacia atrás, con entradas no muy pronunciadas, ni alto ni bajo de estatura, la corbata ni apretada ni floja. Lustroso y atildado, pero sólo lo justo para no llamar la atención. A la medida y al gusto de la clientela.

El de la Roeta vestía siempre chaqueta y, en invierno, abrigo detrás del mostrador. Las tiendas de la época no eran como las de ahora, en las que por mor del aire acondicionado es necesario estar con abrigo en verano y en manga corta en invierno. Luis la Roeta se abrigaba la frente con gruesas cejas, siempre más limpio que un jaspe. Reluciente como el platillo en el que el párroco repartía las hostias durante la misa. Pulcro y certero en las medidas del género que vendía en la tienda. Ni un centímetro de más, ni un centímetro de menos. No se permitía a sí mismo la menor falta, error o defecto. Siempre acertado, adecuado a las condiciones y a las circunstancias, respetaba las normas de la buena educación o del correcto comportamiento, nunca tenía manchas o suciedad. Decía entonces la gente que era una persona entendida.

La tienda de Luis la Roeta era rectangular con un mostrador que recorría todo lo largo del local, desde la puerta que daba a la callejuelilla de la iglesia hasta la puerta que daba al escaparate, frente a la entrada. El mostrador tenía una puertecita con trampilla levadiza, como el Guadalquivir parra dejar pasar los barcos o como los puentes levadizos de los castillos medievales con fosos plagados de cocodrilos. La fortaleza de Luis la Roeta, tan llena de vitrinas, no exigía gestas para su toma. En el baluarte donde reinaba, de techos tan altos como los ideales, tenía gomas de borrar, lápices, bolígrafos, cuadernos, folios, maletas, colonia Varón Dandy, toda clase de forros, toda clase de polvos, toda clase de perfumes... Menos comestibles, tenía de todo: ropa de mercería, calcetines, ferretería, puntillas, bisutería, pintura, maquinas de coser, cocina de gas butano, el ajuar para los novios, a los que surtía de toda clase de ropa, madejas de lana. El soberao lo tenía lleno de madejas de lana para hacer abrigos.

La trastienda era su casa, aunque vivir, vivía en la tienda. Enfrente, la taberna de los Catalino y la barbería del maestro Olla. De invierno mucha gente de la plaza se ponía a tomar el sol en la puerta de su tienda. A Luis en la tienda no le ayudaba nadie. Él solo se bastaba, como se bastaban Benjamín, Paco la Ana, o Cecilio. Ni su mujer, Aurora, ni sus hijas Pilar, Carmen y Aurora le echaban una mano. Él solito en mitad del establecimiento, como un maniquí perenne, igual de derecho que un ciprés, no se ha conocido en Fuentes hombre con más aguante para guardar su imagen, maestro de ceremonia de sí mismo. A ese respecto, algo se parecía a la tienda de Lolita la de don Diego, la que tuvo Manolito el de la tienda en la calle Lora. También guardaba cierto parecido con la tienda de Pérez Ávalos. Agrandaría la lista con Cecilio, Benjamín, y Paco la Ana, del mismo talante que Luis. En realidad, lo que tenían en común todas aquellas tiendas y quienes las regentaban era el sello de la época, sacrificado, servicial, educado, esmerado. Recogimiento y austeridad casi monacal. La vida cabía en veinte metros cuadrados.

Como casi todos ellos, Luis no tenía carnet de conducir. Ni coche, ni moto porque su mundo era fácil recorrerlo a pie. El hombre subía a pelarse a la barbería de su sobrina la Pelecha, ancá Luis el barbero, de la calle Lora. Siempre iba en un punto, ni un pelo más alto que el otro. Era conocido como Luis la Roeta por su madre, la Roeta, persona muy considerada en Fuentes por tener mucha habilidad con las manos y buena traza para todo. Los hijos heredaron el mote y la habilidad manual para todo. Paco, otro de los hijos, trabajaba con esmero la palma para darle forma a cestos alfombras y escobas. Paco era la artesanía de Fuentes en persona. También tenían sus tierrecitas, por la parte del Manzano, entre el Pozuelo y la Peñuela, que sembraban de cebada, melones y garbanzos. Las segaba a mano Paco, que era el agricultor de la familia.

Paco tenía la costumbre de pasarse por la tienda de su hermano Luis a charlar. Luis siempre vestido de tendero y Paco de agricultor, con su gorra, y casi siempre su camisa negra a rayitas blancas, era muy parecido a Luis, pero más alto. El dedo y el anillo. Luis, Paco y su sobrino José, por tener casa en el paseíto la Arena y junto a las murallas, pues las murallas, a la casa de Luis, Paco, y su sobrino José, le daban un carácter árabe, a parte también eran árabes, porque eran muy buenos artesanos.Todas las mañanas Luis, al abrir el escaparate, lo abría con todo el cuidado y el esmero, eran unos tablones con sus hazas que las encajaba para proteger el cristal, un parecido a esta tienda , era la tienda de Jerónimo, un ecijano que tenía la tienda donde hoy está la discoteca el patio. Actualmente son: la casa de José el Pelecha, la casa de Lope y la que fue la casa de don Antonio el médico.

Casas junto a la muralla que compró el abuelo de Luis la Roeta

El abuelo de Luis había sido un hacendado de Fuentes que compró para cada hijo tres casas juntas en el paseíto la Arena. Una de ellas, cuyo corral daba a la muralla árabe, fue para Frasquito Cabecilla, padre de Luis la Roeta y de Paco, Manuel y Antonio. Este último murió muy joven, con apenas 33 años, por una enfermedad del hígado. Antonio fue cantaor que compitió en cante con el mismísimo Pepe Marchena y La Niña la Puebla. Tuvo un hijo llamado José, sobrino muy apegado a Luis la Roeta y que compartió casa en el paseíto con su tío Paco. Eran los dueños de la primera casa que el abuelo de Luis compró en el paseo. Luego venían otras dos casas más, que eran propiedad de los tíos de Luis e hijos de su abuelo el hacendado.

La tienda de Luis la fundó allá por el año 1945, paralelamente a la de Benjamín, que se abrió aproximadamente en el año 1947. Antes que tienda fue bar, propiedad de unos señores de Aguilar de la Frontera. Luis alquilé el local para abrir la tienda, luego lo compró y tuvo abierta hasta su muerte en septiembre de 1982, cuando su mujer e hijas vendieron el género. Luis tuvo muy mala suerte: un domingo del mes de septiembre de 1982, estando en la piscina del polideportivo, sufrió un infarto fulminante. Su sobrino José lo estuvo velando hasta que el juez llegó a levantar el cadáver. Su hermano Paco, aún hasta muy mayor, seguía con su mula blanca yendo y viniendo del campo.

Sobrio, austero, fiel, a Luis la Roeta no se le podía hacer más reproche que la cortedad de sus traslados. De casa a la tienda y de la tienda a casa. Como la casa y la tienda eran una sola cosa, Luis había añadido dos salidas alternativas. A la barbería o a la hermandad de la Veracruz, de la que llegó a ser secretario en tiempos del hermano mayor Manuel Mazuelos. El barbero le mantenía el cabello impoluto, la hermandad y el confesionario le peinaban el alma. Aunque Luis la Roeta era un hombre tan recto que ni un pelo de la cabeza ni un pensamiento del alma se les podían descarriar. Luis era un artista tocando el piano en la iglesia, arte que aprendió de un señor al que llamaban Antonio el Ciego. Una vez muerto su secretario, la procesión de la Veracruz, portando un brazalete negro de luto, le rendía homenaje cada jueves santo parando delante de la tienda de Luis la Roeta. El hombre perfecto.