El reparto de tortas por las calles de Fuentes lleva el nombre de Luisa. También la valentía de una mujer se llama Luisa. El tesón igualmente podría ser simbolizado por Luisa. Lo mismo que la resistencia ante la adversidad y la capacidad de levantarse después de haber sido empujada a la sima de la desgracia. Luisa de la Tortas se llamaba Luisa Fernández Gil. Luisa se llamaba balanceo en los andares, luto perpetuo por su marido, Juan Antonio Carracedo Ayora, vilmente asesinado por los falangistas en el verano del 36. Luisa se llamaba sufrimiento callado, cabellos grises, mirada resignada y canasto goloso.

Luisa podía haberse llamado memoria inextinguible. Y llamarse estallido por un día de la rabia contenida durante años. Luisa no dejó de llamar a su marido ni un solo día de su vida. Hasta el día del entierro de uno de los autores del crimen. Bajaba ese día por la calle las Flores el cortejo fúnebre portando el féretro del falangista muerto impunemente cuando, en el cruce de la calle Lora, le salió Luisa al paso gritándole "¡asesino, asesino!". Lo gritó con la misma voz que pregonaba las tortas y los entornaos, pero con una rabia jamás oída en su boca y un inusitado sabor amargo. Luisa valiente, todavía encorajinada por la injusticia. Al menos ella, a su modo, dictó sentencia para el asesino, que se fue al otro mundo menos impune. Justicia del pueblo llano.

Luisa eran las piernas con las que las tortas y los entornaos llegaban a nuestra puerta hiciese frío o calor, tronara o del cielo cayera fuego. Luisa Tesón recogía las tortas y entornaos de las confiterías de Rafa en la callejuelilla de la Iglesia y de Rigall en la Carrera. Y se echaba a la calle con la decisión de quien se sabe imprescindible. ¡Tortas y entornaos calientes! Mira que tenía malas piernas, pero más andaba aquella mujer. Con ella se acabó el pregón callejero de los dulces. ¡Tortas y entornaos calientes! Otros repartidores fueron Carmona y Rabanito. Carmona tenía tan malos andares como Luisa y paraba en el casino de los señoritos de la calle Mayor porque no podía más. Rabanito era más resistente.

Muy querida por todos, Luisa vivía en la plaza Abajo, actual plaza de Andalucía, en una casa de vecinos que había frente a Luis Chicaíngo, la Concha Colorao, Baudilio y Salud. Éramos de un vecindario compuesto también por la droguería de Manolita la Carbonera, María la China, Esperancito, Dolores, Joaquín Álvarez el Pichurro... Al fondo, el corral, y en medio de la casa, el patio con el pozo blanco. Los carboneros Joaquín y Rosario Ávila vendían entonces cisco y luego se pasaron a las bombonas de gas. Tuvieron seis hijos, un chico, Juan, conocido también como Pichuro, y cinco chicas: María, Trini, Manolita, Chari y Pepi, muy trabajadores y buena gente. Luisa quedó viuda para siempre y vivió rodeada de vecinos que podían pasar por sus familias y de gente soltera. Nadie estaba sola en aquel vecindario. La vecina Dolores era soltera, también con el pelo blanco y siempre vestida de negro. Solteros también quedaron los Esperancitos, José María, que se dedicaba a vender chucherías y a las rifas, y su hermano, al que llamaban "Jaramago" porque tenía su color y que se dedicaba al campo. Los Esperancitos debían de ser hijos de Esperanzita, aunque esas cosas los niños de Fuentes nunca nos las preguntábamos.

Dando frente a la calle teníamos a María la China, que tenía cerrada la casa porque vivía en Barcelona. La China era limpiadora del periódico La Vanguardia de Barcelona, donde trabajaba todo el año como una negra y, en agosto, venía a Fuentes en compañía de una sobrina, hija de su hermana Agustina. Quiero pensar que la sobrina sería China igual que la tía, aunque esas cosas los niños de Fuentes tampoco las preguntábamos. Como tampoco se nos hubiese ocurrido preguntarle a nadie el nombre completo de Luisa. Era Luisa de las Tortas (y punto) desde que la conocí, que fue nada más nacer yo en el seno de la familia de los Arropía.

Por el nombre completo de Luisa de las Tortas he preguntado ahora para escribir este artículo y además de saber que se llamaba Fernández Gil, he sabido que podía haberse llamado Luisa Valentía, Luisa Tesón, Luisa Resistencia, Luisa Acero, Luisa Memoria, Luisa Rabia y Luisa Luto. Todas esas Luisas vivían en una recogida casa, pequeña pequeñita, cuando en la plaza de Abajo corrían los primeros años de la década de los 70, cuando todavía no había comodidades y las Luisa Resignación eran austeras porque era lo que daba el lugar y el momento. Luisa Acero era capaz de aguantar lo que le echarán, dura de la cabeza a las rodillas. Los pies, en cambio, no le dejaban andar todo lo bien que le hubiera hecho falta para su duro oficio de repartidora de tortas. ¡Tortas y entornaos calientes!

Luisa de luto perpetuo por un hombre, campanero por más seña, que debió haber vivido feliz a su lado y lo rompieron solo porque tuvo un sueño. Soñó que soñar debía con un mundo mejor y lo dejaron sin mundo alguno. Ella nunca pudo perdonar tremenda injusticia y día tras día, sentada en su sillita de enea, sacaba a su Juan Antonio a la conversación como si al recordarlo estuviese devolviéndole el sueño roto. Luisa Dolor le hablaba de Juan Antonio a Antonia la del Potro, a Concha, la mujer de don Alfonso y a Salud y Maudilio.

En la casa de Antonia la del Potro tenía la costumbre de sentarse en el corredor del pasillo de la cocina, donde corría el aire fresco, y observaba cómo Antonia y Matilde Malaspatas, también vecina, tenían la vieja costumbre de guardar dinero todos los días en una hucha. Cuando acababa ancá la Antonia, pasaba por ancá la Concha, mujer de don Alfonso el practicante. Concha normalmente estaba en la ventanita de su casa. Luisa le hablaba de sus hijas Antonia y Dolores, de su hijo Andrés, que trabajaba de albañil, de sus nietos y del crimen de su marido. Luego, la conversación proseguía con la sirvienta de Concha, Dolores, que casi siempre estaba en el sardinel de la casa. Dolores trabajaba de interna en la casa de don Alfonso y doña Concha. Los hijos de ambos se llamaban Alfonso, como su padre, Justo, Juan y María Pepa. Todos ellos se mudaron a Sevilla en el invierno de 1980 en el camión de Pepito el Mojero. Cuatro años más tarde moría don Alfonso el practicante.

Una vez terminaba, se pasaba a la casa de Salud y Maudilio, que hacía esquina con la casa de la Concha Colorao. Allí hablaban de un yerno de Salud, llamado Pizarro, que era guardia civil en Fuente de Cantos, en Badajoz. También hablaban de su hija Estrella, de su nieta María Isabel, que era maestra de escuela, y de su hijo Andresín que era jugador del Barcelona Atlético. En los días de invierno, cuando por la tarde hacía sol, se juntaban todas las vecinas junto a la casa de Luisa a tomar el sol y a escuchar la novela "Lucecita". Para la ventisca, cubría su cuerpo hasta la cabeza con una toca negra y grande. Abrazada a su canasto recorría las calles Convento, Mediomanto, Calderero y Nueva. ¡Tortas y entornaos callientes! Cuánto llanto debió de guardar Luisa Acero, con su vestido negro, sus zapatos negros, sus medias negras, su pelo gris y blanco, en aquella diminuta casita de la plaza de Abajo. Luisa, estirpe de mujeres valientes y resistentes como el acero.