Me contaban cuando pequeña que en los años cuarenta o cincuenta una madre pidió a su hijo que se asomará a la calle a ver el tiempo que hacía. El niño confundió la puerta de la calle con la de la alacena y dijo "mamá, está oscuro y huela a queso". La conclusión de la anécdota es que el niño atendió más a su deseo que a la realidad. No abundaba precisamente la saciedad en aquella casa y el niño prefería la alacena a la calle, el deseo a la realidad.

Algunas personas viven bajo el síndrome de la realidad creada. No estoy hablando de la realidad virtual que nos espera, que ya está entre nosotras y nosotros. Hablo de esa realidad que algunas personas dedicadas a la política se crean a fuerza de creer que “eso que ellas y ellos creen hacer bien” con toda la buena voluntad del mundo, es lo realmente bueno para los demás. Van creando redes de clientelismos e intereses que poco a poco se convierten en una realidad paralela para ellos y para los que giran, cual planetas, a su alrededor.

No podemos obviar que cada cual percibe la realidad de forma distinta. No somos clones ni tenemos la mente colonizada por ideologías dictatoriales como si fuéramos personajes de “1984”, la novela George Orwell. Es verdad que en estos tiempos de capitalismo neoliberal tendemos a la individualidad y a creernos que nuestra realidad es la única y la mejor posible. De alguna manera, tenemos ¿miedo? a complicarnos la vida, a dejar de vernos como ese invento “maravilloso” que es la clase media, que no tiene nada que ganar y mucho que perder si anda enredando en solucionar los problemas colectivos.

No nos engañemos, estamos a un paso de 1984. No, a un paso de “Un mundo feliz”, otra novela, ésta de Aldous Huxley. Ah, hablando de novelas y realidades inventadas, aprovecho la ocasión para decir que leáis  “Los desposeídos” de Ursula K. Le Guin. Ayuda a entender cosas. Bueno, no es más un humilde consejo.

Foto de apertura: Lucas Gallone en Unsplash