El propósito es idéntico -y cansino- tanto en el ámbito judicial como en el periodístico: a partir de una conclusión ya cocinada, coser un traje a medida a fin de representar a un demonio sin escrúpulos, sin principios, sin dignidad, corrupto, depredador… En los tribunales, primero se proclama un veredicto dictado a medias por la ideología y por un odio febril e ingobernable, y luego se redacta un argumento judicial ad hoc, recreando un delito con una minuciosidad casi maquiavélica y, cuando la materia prima es escasa o inexistente y ni por asomo aterrizan auténticas pruebas de cargo, recurriendo sin miramientos al trazo grueso y, si hace falta, a la reserva corporativa, siempre dispuesta a saldar un favor comprometedor.

En los medios, en cambio, el procedimiento varía según el tipo de púlpito. El tabloide se arroja sobre el asunto con la voracidad de quien ha olido sangre; el columnista con página propia opera movido por esa convicción férrea que no requiere pruebas, solo una causa a la que aferrarse. A veces la ansiedad es tan desbordante que el mismo asunto resurge día tras día, con la insistencia de un mantra que se repite para que termine pareciendo verdad, cumpliendo con esmero los preceptos de la escuela goebbeliana.

Y en el centro de esa ceremonia de ensañamiento, la figura escogida como blanco predilecto: la pieza útil sobre la que descargar toda la bilis acumulada y, de paso, inflamar las redes, soliviantar tertulias y alimentar ese bucle de furia que nunca debe de descansar. El opinador, siempre atento, creativo e ingenioso, aplica su magisterio y examina cualquier resquicio -un gesto, una inflexión, un parpadeo inoportuno; cualquier leve nadería es susceptible de ser usada en su contra- y actúa, disimulado, con la perseverancia del converso que busca confirmación a toda costa. Así, artículo tras artículo, se va horadando la labor pública de su víctima hasta dejarla irreconocible: sin una sola virtud, sin un rasgo redimible, todo en él digno de ser reprochado.

Y cuando el ensañamiento empieza a cantar demasiado, toca refugiarse en la casilla del disimulo y recurrir a un truco manido pero efectivo: insinuar que todos los políticos son igual de deplorables. Con la seguridad, claro está, de que el personaje odiado, objeto de los dardos envenenados, acabe siempre en el mismo saco, el de la ignominia, cuidadosamente reservado para él y revisado a diario para que no pierda el brillo de la infamia y la cacería no decaiga.