Perderse en disquisiciones semánticas torticeras sobre cómo nombrar esta masacre —diariamente televisada en titulares breves, pero con un apagón informativo calculado en el propio terreno: con decenas de periodistas asesinados, con otros jugándose la vida a cada instante, convertidos en héroes temerarios al informar bajo bombas y francotiradores, y con la conexión a internet cortada de manera sistemática para silenciar sus testimonios— es un lujo obsceno que no podemos permitirnos. Resulta desalentador comprobar cómo, mientras la sangre corre y la muerte avanza —y cada minuto cuenta para salvar vidas—, algunos aprovechan la ocasión para blanquear al agresor, relativizar los hechos, desviar la atención o presentarse como árbitros ecuánimes de un horror que en realidad consienten.

El problema no radica en si conviene o no denominar genocidio a esta vil y cobarde matanza continua de criaturas inocentes con premeditación y alevosía. El problema verdadero es acabar de una vez con ese exterminio sistemático de seres indefensos; con esa barbarie insostenible que se perpetúa en silencio, con esa cruel y despiadada destrucción de vidas humanas que no tiene justificación posible ni excusa imaginable.

Hablamos de bombardeos indiscriminados que caen en plena noche, a la hora de la comida, incluso en la distribución de ayuda humanitaria. De familias enteras sepultadas bajo los escombros. De bebés y niños muriendo de hambre por el bloqueo total de alimentos. De menores que sobreviven con daños físicos irreversibles, y otros marcados de por vida por traumas mentales en etapas críticas de su desarrollo. De hospitales colapsados, partos sin anestesia, amputaciones hechas sin medios, escuelas reducidas a polvo y cuerpos sin identificar bajo montañas de ruinas. De agua contaminada, enfermedades sin tratamiento y la lenta agonía de la desnutrición severa.

Y hablamos también de planes concebidos con una frialdad abominable: proyectos que no se conforman con exterminar a un pueblo, sino que pretenden borrar su historia y apropiarse de su tierra. Algo que no deja de ser un crimen horrendo. Como lo son también los planes que Donald Trump y Benjamín Netanyahu han imaginado —sin pudor alguno—: transformar la Franja de Gaza en un resort turístico, como si sobre las ruinas, la sangre, los cadáveres aún calientes y los gritos silenciados pudiera levantarse el lujo de unos pocos. Es la máxima expresión de la deshumanización: convertir un territorio martirizado en decorado de ocio, como si la limpieza étnica pudiera maquillarse bajo un proyecto de urbanismo rentable.

Eso lo conoce y lo reprueba más del 80% de los españoles, por eso la presidenta de la comunidad Madrid y el alcalde de esta misma ciudad, incomodados con lo que todos vimos con nitidez en la manifestación de Madrid, pusieron sobre la mesa un debate estéril y artificial, reducido a discusiones estériles sobre pancartas, consignas y protocolos, cuando lo esencial era denunciar la matanza y exigir el fin de la barbarie. Es el ejemplo perfecto de aquello que dice que el tonto se queda mirando el dedo en vez de la luna: mientras la tragedia nos señala el horror, algunos prefieren perderse en minucias, como si el gesto importara más que las vidas que se apagan.

Ese debate terminológico —extemporáneo, cínico, indigno de una sociedad civilizada— queda, pues, para ese grupo de dirigentes descorazonados que prefieren la sofística al compromiso, la evasiva al coraje moral. Entre ellos figuran, a su manera, Isabel Díaz Ayuso, José María Aznar, José Luis Martínez-Almeida o Esperanza Aguirre: nombres distintos, pero con idéntica complicidad. El verdadero desafío —donde deberíamos poner toda nuestra energía y empeño— es otro: erradicar esa violencia impune, esa monstruosidad que deshumaniza y corrompe todo a su paso, y devolver la dignidad a las víctimas, despojadas no solo de su derecho a existir, sino incluso de su derecho a ser escuchadas, a vivir en paz.

Y, junto a ello, garantizar justicia. Porque nada de lo anterior será completo si no se juzga —con todas las garantías y en los tribunales adecuados— a los responsables de estos crímenes atroces. No como un gesto simbólico, sino como parte indispensable de la reparación que reclaman las víctimas y que exige la humanidad en su conjunto