Miguel Ángel, un íntimo amigo mío con el que veía cine casi todas las noches hasta las tantas hace un millón de años, siempre decía con sorna: “qué suerte, ni un rasguño” ante las situaciones imposibles a las que hacía frente Indiana Jones, y de las que escapaba ileso. Por desgracia, él no pudo salir triunfante de la enfermedad degenerativa que segó su vida, aunque no su recuerdo. Sería estupendo que no hubiese consecuencias ante nuestros actos. Ser como Mortadelo o Filemón, recibir un golpe mortal que se salde sólo con un chichón y un ojo morado y aparecer tan fresco en la siguiente viñeta. Llevar una existencia sin muescas ni heridas, sin cicatrices de las que nos hacen recordar penas. Pero el mundo no es un tebeo, aunque con frecuencia la vida es más surrealista que el bocata de ancas de rana de Otilio.

Ya me lo dijo una señora muy beata cuando fui catequizado antes de hacer la primera comunión “¡Vivimos en un valle de lágrimas!” Es lo mejor que se le puede decir a un niño de siete años, no vaya a creer que se puede vivir con alegría. Nos convenció a los aspirantes a buenos cristianos de que éramos pecadores, malas personas con el alma percudida ¿Qué mal puede hacer un crío? Llegó mi primera confesión y fui exonerado de mis delitos tras rezar pesada y monótonamente una retahíla de padrenuestros, avemarías y yopecador. Salí de la iglesia radiante de pureza muy despacio por miedo al pecado, no caminaba, flotaba sobre los adoquines de puro limpio. Era un niño bueno, y aún así, la primera hostia me la dio el cura una semana antes de recibir el sacramento por levantarme del banco antes de tiempo. La religión con sangre entra.

Me acostumbré entonces a sentirme culpable por todo, sin haber hecho nada, a no salirme de la línea marcada porque, de lo contrario, el niño Jesús se enfadaría y me lanzaría un rayo en salva sea la parte. También a no disfrutar mucho de los buenos momentos, pensando en lo que decía la madre de Azcona “mucho nos estamos riendo, ya lo pagaremos”. Se me eriza la piel cada vez que oigo hablar a la derecha y la ultraderecha de adoctrinamiento en la escuela pública. Claro que eso nunca lo dicen de la privada. Ahora todo es más sutil, nadie le tiene miedo al hombre del saco. Las mentiras hoy se llaman de otra forma. No las han inventado las redes sociales, pero nunca ha habido toda una estructura diseñada para mentir a adolescentes de poca edad y a otros adolescentes que creen ser adultos, aunque peinen canas o se abrillanten la calva.

A no ser que escuchemos una ópera en la que las voces son armónicas, cuando hablan más de tres personas sólo se oye ruido. Podemos pensar que todas las voces dicen cosas importantes, o al menos coherentes, pero no es así. La verdad es que no todas las voces merecen ser escuchadas. Con mucha facilidad, en el jaleo se camufla la basura intelectual, la infamia, la falta de decencia y honradez. Hay tantas palabras necias que los oídos necesitan Sonotone. Casi todo es banal y, sin embargo, hierve. Antonio Machado sabía que no todos los gruñidos son iguales, por eso se paraba a distinguir “las voces de los ecos”. No paran los profetas del apocalipsis con sus vestiduras hechas jirones, ni “los grillos que cantan a la Luna”, de llenar el ambiente de un humo tan espeso, que no se ve ni tres en un burro. Mucha gente llega a pensar que todo es lo mismo, que distinguir la verdad de la mentira, más que imposible es inútil, porque no hay aire que respirar. Nada es líquido, ni sólido, ni gaseoso, vivimos en un estado de plasma altamente inflamable.

Es imposible transitar por la vida y salir indemne. Vivir desgasta, vivir es morir a plazos. Será por la cultura judeo-cristiana que nos metieron a martillazos o por nuestra naturaleza animal, el caso es que necesitamos culpas y culpables. Necesitamos esperpentos a quienes lapidar sin sentir remordimientos. Ansiamos tener un enemigo público número uno, que le ponga carne y sangre a nuestras frustraciones y desgracias. Fabricamos Peropalos, Cascamorras, Don Tancredos y monstruos de Frankenstein para apalearlos. El desgraciado John Merrick era insultado y perseguido por una muchedumbre, mientras gritaba “¡No soy un elefante, no soy un animal, soy un ser humano!” en la película de David Lynch.

Culpables de seguir vivos, asqueados por tener que subsistir a duras penas, muchos vierten su bilis sobre personajes brillantes y/o mediocres, a los que tratan como a un Punching Ball, “el toro que mató a Manolete”. Al parecer, necesitamos amenazas, tenemos que odiar y focalizar nuestra ira en alguien real o inventado. Hay demasiada sangre en la arena, demasiada intolerancia de barra de bar, demasiado turco sin cabeza.

Quizá el problema no está en la testuz de ningún chivo expiatorio, tal vez sea el sistema que manejan solo unos pocos, los que siempre salen sin un rasguño y con la cabeza bien alta.