Si los nobles fuesen elegidos por votación popular, que no es el caso, es probable que Fuentes no tuviese un duque. Ni un conde. Ni siquiera una condesa. Es probable que tuviese una Condita. ¿Quién no conocía a la Condita de Fuentes? La Condita era tan noble que ayudaba y hablaba con todo el mundo. A todos saludaba y por todos se interesaba. Hasta tal punto era así que una vez le preguntaron ¿pero tú quieres a todo Fuentes?, a lo que ella respondió con otra pregunta: “¿tú ves a aquéllos que están allí lejos y que no sé ni quiénes son? Pues hasta a esos quiero” yo.
La Condita era aquella señora que cuando alguien pasaba por la calle San Sebastián tenía que parar a saludar y ella lo recibía con una amplia sonrisa y muy amablemente le preguntaba por su familia, por sus males, por sus hijos... y luego le decía adiós con un halago. Mujer profundamente creyente, era la que nunca faltaba a misa y daba el tono a los cantos para que lo siguieran los demás asistentes. Era la mujer de la palabra más amable, la que reía con todos y la que a todos acompañaba en el duelo. A todos sin excepción.
La Condita se llamaba realmente Ascensión Flores Caro, aunque por ese nombre nadie la conocía. Por eso dejó dicho que en su epitafio pusieran su nombre y al lado, en grandes letras, La Condita. De no ser así, la gente iba a decir "a esa no la conocemos, pero si me ponéis Condita todo el mundo me conocerá". La Condita nació el 22 de abril de 1919 (siendo la feria de Sevilla) y murió el 21 de agosto de 2005, sábado de la feria de Fuentes. Esa "no casualidad", determinó su carácter. Era alegre, sociable, solidaria, participativa de las fiestas de su pueblo, moderna, comprensiva, de mente abierta, tolerante… ¿Y Condita por qué? Porque su abuelo se apellidaba Conde (José Caro Conde), un conocido barbero que cuando nació la niña pasó a ser “Condita”.
Hay anécdotas que se hacen categoría. En una ocasión, la Condita encontró en pleno verano a un hombre sentado, agotado, al borde casi del desmayo. Era de un país del Este y venía caminando desde Lora. Al verlo se lo llevó a su casa a darle de comer. Para solicitar ayuda para él se dirigió a quien ella creía que le podría hacerlo. Le dijo que iba a tomar café, pero en realidad fue en busca de Sebastián Catalino, el alcalde entonces, intercediendo por su desvalido. Le pidió un sitio para que durmiera esa noche y le sugirió que, como la cárcel estaba vacía, aquél podía ser un buen sitio para pasar la noche, como así fue. Sebastián le dio además comida y le pagó el billete de autobús para Sevilla, que era su destino.
En otra ocasión, en la época de las comuniones, vio una niña que lloraba con su vestido de comunión puesto. Al preguntarle a la madre qué le pasaba, le respondió que era porque llevaba los zapatos de diario y no unos de comunión, ella las hizo entrar y pidió que esperaran un poco, volvió con tres pares de casa de Humildad, la zapatera, para que eligiera.
Cuando la gente alertaba, por miedo a ser robados, a la voz de “cerrar la puerta que vienen los rumanos”, la Condita abría su puerta para que llegaran a su casa con la intención de darles alimento y socorrerles en su necesidad. Sus hijas recuerdan que cuando venía alguien necesitado a su casa, a la hora de comer, ella le daba su plato de comida y para ella preparaba ese día huevos fritos.
La Condita era una mujer jovial, animada y animadora, le gustaba disfrutar de las fiestas de su pueblo y por sistema, todos los años se disfrazaba e impostaba su voz. Cogía a cualquier compañera o bien se iba sola y se unía a cualquier grupo de máscaras, se acercaba a la gente y les lanzaba la frase clave de nuestra fiesta “me conoces o no me conoces”. Cuando la preguntada le respondía que no, ella le contaba que era la Condita y su compañera “fulanita”, así la compañera le juraba y perjuraba que al año siguiente no se volvería a vestir con ella, pero se retractaba de su promesa porque compensaba lo bien que se lo había pasado con ella.
No por casualidad la Condita nació y murió en época de feria, no faltaba ni un día a la fiesta La Ermita, se marcaba sus pasodobles con José Hidalgo Hidalgo, su "Pepín el del juzgado" o el ritmo que se terciara, todo era bailable y de obligado cumplimiento y tradición subir a la ola y al tren chiquitito e incluso cuando ya estaba mayor y la enfermedad había llegado. Sus hijas cuando se iban para la feria les decía, “pasadlo bien y no os acordéis de horas” en un tiempo que las amigas se deshacían en llantos para arrancarles algo más de tiempo a las estrictas normas de horarios de los padres de aquella época.
Era risueña, divertida e irónica, cuando fregaba los platos en la cocina y llegaba alguien preguntando que dónde estaba, ella respondía “aquí, en Benidorm”. Su casa siempre estaba llena de gente, vecinas, visitas, amigas y amigos de sus hijos, se sentían cómodos con el ambiente que era capaz de generar la matriarca. También tenía su faceta de melómana, conocidos es por todos que ella era quien comenzaba el canto en las misas y disfrutaba oyendo música, el Adagio tocado por su nieto le fascinaba, tal es así, que le hizo prometer que cuando estuviera dentro de su féretro le tocara por última vez esa melodía para llevársela consigo y así se cumplió, en la madrugada con toda su familia alrededor, con un gran silencio y emociones contenidas que escaparon tras el final de la pieza.
Quiso despedirse de los suyos como había vivido, con alegría y celebración. Tan es así, que les hizo prometer que tras su entierro tendrían una comida de fiesta, opípara, con todos reunidos en torno a una gran mesa, hijos, nietos, y que todos brindaran por ella y recordaran los buenos momentos que habían compartido. Fuentes la recuerda con cariño, Condita, tan emblemática como la mismísima Carrera.