Una vez fui niño de Jueves Santo. Niño de Vera Cruz. Aunque la infancia parezca un territorio perdido, siempre se empeña en recuperar lo suyo y te gana el pulso. La descubres de pronto envuelta en el celofán del recuerdo y cuando la abres te atrapa con aromas del ayer. Este tiempo me trae el aroma de la túnica que cada primavera surgía del viejo baúl de la casa donde nací, en la calle de las Flores. Blanca con antifaz de raso verde. La heredé de mi tío Pepe y me llevó a Vera Cruz.

Cinco décadas después vuelve aquel olor de años para imaginarme de nuevo el nazareno que fui y que ya no soy. Por entonces el Martes era rojo del Postigo, el Miércoles morado del Convento de San José y el Jueves verde de Las Monjas. Solo salían tres hermandades que en las conversaciones del niño eran la colorá, la morá y la verde, y en las de los mayores la Humildad, Jesús Nazareno y Vera Cruz. No había más. Nuestros padres nos hablaban del Calvario, cuya ermita estaba muy presente pero muy lejana. El Jueves Santo era una fiesta especial. Por la mañana, recorrido por el pueblo pidiendo dinero para la hermandad, al atardecer la procesión, por la noche el cansancio.

Escribo desde la distancia física, que no la sentimental, porque aunque la vida me llevó por otros caminos, nunca se despegaron de mí ni aquellos recuerdos ni el olor añorante de aquella túnica. Afloran cada Semana Santa y los rememoro inconsciente como un gran privilegio. Repaso las caras de los amigos de entonces, de las calles de entonces, del pueblo que era entonces: Carrera arriba, calle Lora abajo, entre Flores y General Armero se escribió una parte de mi infancia. Ni el incienso puede con el aroma de lo vivido. Para mí el Jueves es verde en Fuentes.