Miro ondeando al viento la bandera de España. Se ve muy bien desde lejos, eso mismo pensó Carlos III cuando la convirtió en emblema patrio. Unos colores muy vivos, dijo el monarca; todo el universo mundo debía saber que la Mar Océana era propiedad de España. Unos colores muy vivos, pensaron los piratas ingleses, mientras afilaban sus cañones. Nuestra bandera es un aviso, una llamada, una alarma. Nuestro himno es una marcha de granaderos, la letra es fácil, chunda, chunda, tatachunda.

Estos símbolos tan trasnochadamente decimonónicos, como los de todos los países del mundo, son la exaltación del chauvinismo e indican el orgullo que sienten sus habitantes. Me pregunto por qué se siente orgullo por algo tan circunstancial como haber nacido en un lugar y no en otro. A mí no me ha costado nada ser español, a nadie le cuesta nada ser turcochipriota, estadounidense, francés o de Lesoto. Algunos dan por hecho que los símbolos nacionales son la expresión de la personalidad de sus ciudadanos. Como hay individuos con nacionalidad múltiple es de entender que también tienen personalidad múltiple. Podríamos, eso sí, sentir orgullo de los logros de nuestro pueblo durante siglos. Podemos estar orgullosos de haber inventado el Chupa-chups, el submarino de guerra, el futbolín, la sopa de letras o la fregona. También se inventaron la lengua castellana, el traje espacial, la silla de ruedas, el laringoscopio o el sistema nacional de trasplantes de órganos.

Así que nos sentimos orgullosos de lo que hacen nuestros conciudadanos, tanto como si sus éxitos fuesen los nuestros. Hemos ganado copas, copitas y copones, medallitas y medallones deportivos. Esto me recuerda aquel viejo chiste que decía: “Un hombre está dándole martillazos a una cacerola abollada, en esto un reactor corta el cielo a gran altura”. -¡Lo que hacemos los ingenieros! (dice el tipo del martillo)”.

Los ciudadanos normales no pintamos las Meninas, el Guernica o a Naranjito, ni escribimos el Quijote, La Casa de Bernarda Alba o el prospecto de la Aspirina; no compusimos El Amor brujo, Mediterráneo o La Vaca Lechera. Sin embargo, esto “nos llena de orgullo y satisfacción”. Ya puestos, podríamos sentirnos orgullosos de tener los más ilustres delincuentes, que si bien no son tan elegantes como Arsenio Lupín, tan fascinantes y apasionados como Bonnie Parker y Clide Barrow o tan cínicos como Francis Drake, son nuestros, una demostración del ingenio hispano. Batimos todos los récords con Manuel Delgado Villegas, “El arropiero”, aquel enfermo mental al que se le atribuyen cuarenta y ocho asesinatos, aunque nunca fue juzgado. A lo largo de los tiempos, hemos tenido, militarotes golpistas, bandas asesinas terroristas, quemadores de iglesias, dictadores asesinos con sus escuadrones falangistas de la muerte, envenenadores con aceite de colza, violadores, ladrones, estafadores, trileros, triperos y troleros. Pero si hay delincuentes de los que podemos sentirnos orgullosos, tendremos que hablar de los amigos del dinero público, ese que no es de nadie.  

En pleno imperio de los Austrias ya estaba bien situado Antonio Pérez (el de los libros de texto de primaria). Hay empleados de lo público que no se pueden aguantar las ganas de meter la mano en el cajón ¡Qué esclavitud, pobrecillos! Así que el Duque de Lerma, valido de Felipe III, que cambió la capital del reino dos veces para dar sendos pelotazos urbanísticos entre Valladolid y Madrid, es un ejemplo castizo de delincuente de guante sucio, tan típico, que para definirlo le hemos asignado un vocablo muy castizo, CHORIZO.

¡Qué país! tan orgulloso, que ha adorado durante años a un rey “comisionista”. Un pobre presidente que tuvo que sufrir que un tal M. Rajoy lo suplantase y se lo llevase muerto ¡Una injusticia! Un director general de la Guardia Civil que huyó con un maletín y un impermeable a París (capital de Laos). Un “black” ex-vicepresidente del gobierno y ex-presidente F.M.I. entrando y saliendo de la cárcel. Un tipo engominado con pinta de chulo, que hundió un banco y que también se lo llevó caliente, ahora vive prácticamente en la indigencia. Industriales catalanes de ojos saltones, especuladores madrileños con el mismo nombre y la misma gabardina, señoritos andaluces de tan rancia estirpe que apestan. Cuñados y primos, hermanos de vicepresidentes, presidentes de diputación, con las mismas gafas de La Niña de la Puebla, a los que les tocaba la lotería todos los años. Tesoreros con abrigos extravagantes, forrados por amor al arte. Ranas, ranas y más ranas en estanques infinitos. Vivos que se metían en la nariz el dinero de los parados.

No parece que nos avergoncemos de esta gentuza, al contrario nos hacen gracia, como Jesús Gil o El Dioni. Resultan simpáticos, son carne de “meme” que no penaliza en las elecciones. Parece algo natural que cada cierto tiempo aflore la ponzoña a la superficie, pero son como la sequía, que habiendo existido siempre, cada vez es más pertinaz. Me pitan los oídos cada vez que oigo hablar de valores a ciertos personajes.

“No hace desprecio el vino de los mosquitos que cría” (Lope de Vega).