Que algunos cargos del Partido Socialista han traicionado la confianza depositada en ellos por la ciudadanía -y especialmente por la militancia- es un hecho que no puede maquillarse ni relativizarse. Las responsabilidades políticas deben asumirse con firmeza. En este sentido, Pedro Sánchez ha incurrido en una irresponsabilidad institucional al situar a personas corruptas en puestos clave. Esa falta no es menor: un presidente de gobierno tiene el deber inexcusable de saber a quién nombra. Si se equivoca una vez, debe rectificar. Si reincide, la dimisión se convierte en una exigencia ética y democrática. ¿Acaso es suficiente con alegar que la expresión anodina de Santos Cerdán -ese aire de no haber roto un plato- fue un magnífico disfraz? Cuesta no recordar el caso de Luis Roldán: siempre presente, en el centro de todo. Y, aun así, nadie lo vio. Ni siquiera la Guardia Civil. Pasó desapercibido con su cara de español medio y sus modales de bedel. Ahora bien, sería ingenuo pensar que basta con una dimisión apresurada para resolverlo todo. En política, como en cirugía, no se debe cortar sin saber dónde, cuándo ni con qué fin. Una salida desordenada, sin proceso ni horizonte, sería una torpeza histórica. No solo haría caer un gobierno legítimo, sino que -y esto es lo grave- podría abrir la puerta a una regresión política, social y cultural sin precedentes desde 1978, capitaneada por el ultraderechista Santiago Abascal.

Es comprensible que el malestar ciudadano crezca cuando se percibe que quienes debían defender lo público han utilizado el poder para servirse a sí mismos. Máxime si el PSOE llegó al gobierno mediante una moción de censura contra la corrupción del PP. Pero también es necesario no perder la perspectiva. La oposición exprimirá este caso real de corrupción, sumándolo, sin matices ni decoro, a los casos de lawfare denunciados como tal por juristas y catedráticos de reconocido prestigio. Fiel a su estilo hiperbólico e indocumentado, y sin escrúpulos para el bulo y la difamación gratuita, Alberto Núñez Feijóo ya ha ampliado la etiqueta de corrupto al propio presidente Sánchez, como si la actuación indebida de uno de sus ministros bastara para condenarlo por contagio político. Tan absurdo como si hubiéramos dado por corrupto a Aznar por los escándalos de sus ministros Zaplana, Rato o Jaume Matas.

O como si hubiésemos exigido responsabilidades penales directas a Esperanza Aguirre por los múltiples casos de corrupción que brotaron en su entorno. Durante su mandato al frente de la Comunidad de Madrid se detectaron hasta 22 altos cargos corruptos -entre consejeros, viceconsejeros, directores generales o alcaldes afines- implicados en tramas como Gürtel, Púnica o Lezo. Varios de sus consejeros fueron imputados o condenados, y ella, lejos de asumir una responsabilidad política plena, se refugió en el término jurídico in vigilando, es decir, en la coartada de no haber vigilado lo suficiente a quienes ella misma nombró. Una curiosa forma de liderazgo: poner a dedo y luego mirar hacia otro lado. En este contexto, el Partido Socialista no debe parapetarse ni victimizarse, pero tampoco suicidarse. Sigue siendo un partido de gobierno, con apoyo social, con horizonte institucional y con una hoja de avances sociales y resultados económicos sólidamente documentada y difícilmente discutible. Es el momento de marcar distancias con quienes han ensuciado el proyecto y de reivindicar con firmeza a quienes aún lo sostienen con convicción y sentido de país.

Lo cierto es que a Pedro Sánchez las Moiras -esas costureras de destinos que no atienden a urnas ni a sondeos- le bordaron un traje a medida de problemas: una pandemia mundial, una crisis energética sin precedentes, una guerra en Europa, una inflación galopante y un Parlamento convertido en campo de minas. Por no hablar de la crónica judicial y mediática que, día sí y día también, intenta rebajar la acción política a sainete de juzgado de guardia. Y, sin embargo, cayó de pie. Como si el mismo hilo que le trenzó la adversidad tejiera también las redes con las que amortiguó sus caídas. Su giro respecto a Cataluña -ese que negó por activa, por pasiva y por activa otra vez- no fue fruto de una iluminación mística ni de una súbita epifanía democrática, sino de una necesidad aritmética: necesitaba votos para gobernar.

Y lo que parecía un acto desesperado de supervivencia política, más que dudoso éticamente, resultó ser -por arte de birlibirloque- un éxito inesperado. “Corrupción sin delito” la llamaba Gustavo Bueno desde su filosofía materialista. Defendía este reputado profesor que hay formas de corrupción que, aunque no sean jurídicamente punibles, socavan las estructuras del Estado o la ética pública. El caso es que la medida, lejos de incendiar las calles, desinfló el conflicto. El clima se relajó, se restableció el diálogo institucional y el independentismo perdió fuelle. No fue lucidez, fue cálculo -electoral y de supervivencia-. Pero -y esto es lo inquietante- funcionó. Como en la Transición, cuando se miró para otro lado con la esperanza de poder seguir caminando. No porque fuera lo justo, sino porque era lo que permitía avanzar. Otra cosa es el precio.

Y en este punto -tras el sobresalto, la pirueta y la caída amortiguada- toca pensar en lo que viene después. Porque, más allá de la figura de Sánchez hay un partido que permanece. El PSOE no es propiedad de Pedro Sánchez, como tampoco lo fue de ninguno de sus antecesores. Es una organización con historia, con arraigo territorial, con una base militante que ha sostenido durante décadas muchas de las conquistas sociales del país. Esa militancia debe ser protagonista de una renovación honesta, no simple testigo de una implosión inducida desde fuera. Lo lógico, lo democrático y lo eficaz sería que el actual secretario general convocase más adelante primarias, abriese el proceso a candidaturas capaces de ilusionar, y permitiese una transición ordenada que salvase el proyecto común. Y quizás, por el bien del país, debería empezar a explicitar desde ya cuáles son sus planes para salir de este atolladero, no por presión mediática, sino por respeto institucional y responsabilidad política.

Porque si algo no se puede negar es que, durante los últimos años, España ha dado pasos firmes en la dirección correcta. Se han logrado avances significativos, incluso con los vientos en contra de una pandemia, una guerra en Europa, y una inflación global desatada. Y esto es lo que se debe poner en valor frente al riesgo de un gobierno en el que Santiago Abascal, fiel seguidor de Trump, ocupe la vicepresidencia del gobierno de España.

Mientras los medios afines al Partido Popular y a Vox redoblan esfuerzos por mantener en primera plana los casos judiciales abiertos artificialmente en el entorno de Pedro Sánchez -siguiendo el cínico mandato de Aznar: “el que pueda hacer, que haga”- quedando en segundo plano algo que debería ocupar titulares: los logros sociales, económicos y democráticos alcanzados durante los últimos años. Resultados palpables, no promesas ni gestos, que han mejorado la vida concreta de millones de personas, y que han sido sepultados bajo el ruido de querellas estratégicas, bulos virales y una oposición volcada en el desgaste personal, no en el contraste de modelos. Una reedición clara de la ofensiva desplegada en los estertores del mandato de Felipe González, cuando parte del aparato mediático y judicial activó su maquinaria no para fiscalizar al poder, sino para derribarlo con herramientas ajenas a la democracia. Hoy, aquella estrategia se actualiza con algoritmos, tertulias vespertinas y portadas dictadas desde despachos que poco tienen que ver con el periodismo. Además, la mentira deliberada con ánimo de manipular ya no está estigmatizada: se difunde, se premia y se monetiza en el negocio de la viralización.