Los buenos datos a los que aludíamos ayer hacen de este un momento idóneo para que se traduzcan, por fin, en una redistribución real de la riqueza. Y si algo enseña la historia es que ese reparto solo ha sido posible bajo gobiernos progresistas. Ese debe ser el motor de la motivación. Porque el futuro no está escrito. Pero si no hacemos nada, otros lo escribirán por nosotros. Y puede que no nos guste nada lo que acaben imponiendo. Porque si algo caracteriza al candidato Feijóo es la opacidad persistente de su proyecto político, a merced de una ultraderecha coyunturalmente envalentonada. Y lo que puede imponer -sin pudor ni disimulo- un gobierno con Abascal en la vicepresidencia -siendo como es ultranacionalista, demagogo providencialista, antifeminista declarado, revisionista histórico, adalid del resentimiento nacional, enemigo de lo diverso, tribuno de la nostalgia franquista, ultraliberal en lo económico y reaccionario en lo social-, ya lo han ensayado en otros países: derogación de derechos conquistados durante décadas, recentralización autoritaria, censura ideológica en las aulas, persecución a medios críticos, criminalización del feminismo, recortes a los servicios públicos y entrega sin condiciones del país al capital especulativo.

La ultraderecha viene abrazada al ultraliberalismo más inhumano: ese que convierte la vivienda en negocio, la educación en mercancía y la salud en privilegio. Lo hace sin escrúpulos y con la convicción de quien cree que el Estado es un estorbo y los derechos, un despilfarro. No hablamos de temores infundados, sino de hechos contrastados: Argentina es hoy -según datos verificados por medios como The New York Times, El País, Reuters y The Guardian, y recogidos por cabeceras serias como Buenos Aires Times, Le Monde o BA Times- un ejemplo tan elocuente como inquietante. El gobierno de Javier Milei ha ejecutado una drástica reducción del empleo público: en menos de año y medio se han suprimido entre 48.000 y 50.000 puestos, cerca del 10% del total. Ha desmantelado ministerios clave -como los de Educación, Ciencia o Mujer, Géneros y Diversidad- y aplicado recortes de más del 30% en políticas de género y científicas.

En el ámbito social, se han suspendido comedores escolares, eliminado ayudas básicas y dejado de financiar programas esenciales, en un país donde la pobreza supera ya el 52% y la inflación anual ha rozado el 290%. Lejos de amortiguar el deterioro, ha optado por la represión: ha desplegado a la Guardia Nacional contra las protestas y ha calificado a los organismos de derechos humanos como “una estafa”, alimentando un clima de hostilidad institucional. Como colofón, dos perlas: su responsabilidad en el escándalo de la criptomoneda $Libra y su empeño en desmantelar organismos dedicados a la memoria y justicia por crímenes de la dictadura, como la Unidad Especial de Investigación de la Desaparición de Niños.

Viktor Orbán, ultraderechista en el poder desde hace más de una década, ha vaciado la democracia húngara desde dentro. Lo que fue una democracia europea es hoy un régimen iliberal consolidado, con deterioro institucional, censura oficial y control político del disenso. Son hechos documentados -no teorías- y representan un lastre real para toda la Unión Europea, según han señalado medios de referencia como Reuters, The Guardian, AP o EU News. El Parlamento húngaro ha aprobado recientemente una ley que prohíbe las marchas del Orgullo, sanciona con multas la exhibición de banderas LGTBIQ+ y permite el uso de reconocimiento facial para identificar a quienes participen en actos reivindicativos. Más del 80% de los medios del país están en manos de aliados del partido Fidesz, a través de conglomerados mediáticos articulados por fundaciones afines al gobierno. Este control permite imponer un relato único, silenciar la disidencia y difundir propaganda oficial. Además, se plantean nuevas leyes que autorizarían la censura, la imposición de multas y el cierre de medios independientes y ONG con financiación extranjera. El poder judicial ha sido subordinado al Ejecutivo, las elecciones están diseñadas para favorecer al partido en el poder y los estándares democráticos han sido tan erosionados que Hungría es hoy calificada como una autocracia electoral.

El presidente de Estado Unidos, Donald Trump ha regresado al poder con una agenda autoritaria repleta de medidas escandalosas para cualquier demócrata. Según medios de referencia como Reuters, The Guardian, Associated Press, Time y PBS, defendió a los asaltantes del Capitolio, los indultó y convirtió en mártires a quienes provocaron la muerte de cinco agentes de policía e hirieron a más de 140. Ha desplegado 4.000 efectivos de la Guardia Nacional y 700 marines en Los Ángeles y zonas fronterizas, imponiendo toques de queda y reprimiendo protestas anti-redadas migratorias sin aval local. Al mismo tiempo, ha cancelado contratos federales con universidades, congelado fondos de investigación y sancionado a centros académicos que permiten movilizaciones estudiantiles, igual que ocurre con sus restricciones a estudiantes extranjeros. Ha desafiado la ley y la Constitución: ha vetado inmigrantes por su lugar de origen, ignorado fallos judiciales, declarado la emergencia para imponer políticas migratorias y prometido impunidad a sus aliados. En el plano social, ha revocado más de 140 regulaciones ambientales, recortado derechos reproductivos y educación sexual y autorizado fuerzas federales para disolver manifestaciones pacíficas. Su ofensiva no se queda ahí: ha debilitado la sección anticorrupción del Departamento de Justicia, consolidado su control sobre el poder militar y judicial y busca consolidar un modelo de Estado autoritario, caracterizado por la impunidad política, la militarización interna, la censura educativa y la persecución de la disidencia.

Jair Bolsonaro, expresidente ultraderechista de Brasil -Según medios de referencia internacionales como Reuters, The Guardian, Associated Press, Time y PBS- también cultivó una hoja de ruta autoritaria y devastadora. Actualmente está siendo juzgado por liderar un intento de golpe de Estado tras perder en 2022, y se enfrenta a acusaciones de sedición, asociación criminal y conspiración terrorista. Durante su mandato, la Amazonia sufrió un auténtico boom en la deforestación, alcanzando cifras sin precedentes: solo en 2020 la selva perdió más de 11.000 km², un aumento del 9,5 % respecto al año anterior. Desde el propio gobierno se promovió el saqueo ambiental: recortaron los presupuestos de los organismos encargados de proteger la Amazonía, despidió a cientos de técnicos y envió un mensaje inequívoco de impunidad a los taladores ilegales, que operaron con la certeza de contar con el respaldo político. En salud pública, su negacionismo frente a la pandemia fue catastrófico: menosprecio constante de protocolos, rechazo a cuarentenas y vacunas, desmantelamiento de sistemas de datos y falta de coordinación, lo que arrastró a Brasil a perder más de 680.000 vidas evitables. La militarización del Estado también fue evidente: Bolsonaro colocó militares en ministerios clave, organizó desfiles con tanques frente al Congreso y publicó planes para emplear al Ejército en las calles. Sus discursos de odio contra colectivos LGTBI+, feministas, periodistas y pueblos indígenas acompañaron medidas concretas: debilitó la protección constitucional de las comunidades nativas, promovió la discriminación y ridiculizó los derechos adquiridos.

Para entender lo que cabe esperar de un gobierno en el que la ultraderecha española toque poder, capitaneada por Abascal, basta con mirar cómo se desenvuelven en el poder sus líderes de referencia: Milei, Trump, Orbán y Bolsonaro. Líderes ultraderechistas que han aplicado, con distintos acentos, pero idéntica partitura, un manual inquietante: demolición institucional, desprecio por la legalidad internacional, autoritarismo en nombre de la “libertad”, odio al disenso y una guerra abierta contra la diversidad y los derechos conquistados. Cuatro nombres, cuatro geografías, pero una misma lógica: recortes masivos al Estado, desmantelamiento de servicios públicos, militarización de las calles, criminalización de minorías y persecución ideológica en medios, escuelas y universidades. Todos han vaciado la democracia desde dentro, transformando los parlamentos en escudos, las constituciones en obstáculos y los tribunales en decorado incómodo.

Ahora, Feijóo abre la puerta a un gobierno en el que Santiago Abascal podría asumir una vicepresidencia con poder real. El líder de Vox no es una excepción española, sino parte de una red internacional de dirigentes reaccionarios que comparten una matriz común: erosionar derechos, recentralizar el poder, silenciar la crítica y pisotear los consensos democráticos básicos.

Y todo esto no es una opinión: es hemeroteca. Basta consultar los diarios, repasar las leyes aprobadas, escuchar sus discursos, contar los derechos eliminados. Y lo más grave: cuando se destruyen ciertos pilares democráticos, no se reconstruyen con facilidad. Se pierde la igualdad de oportunidades, se instala el miedo, se fracturan las instituciones, se consolida la precariedad y se normaliza el odio. Los avances sociales tardan décadas en llegar. Su destrucción, en cambio, puede ser fulminante. Lo estamos viendo, en directo, en Estados Unidos. No se trata solo de quién gobierna. Se trata -más profundamente- de qué país queremos ser.