Las tres, las tres y cinco, las cuatro, las cuatro y cuarto, una vuelta y otra y mil más, ahora mirando el techo, después de perfil hacia un lado, en un momento hacia el otro. Morfeo se vuelve esquivo en las caniculares noches de verano. Uno trata de no perder la serenidad, de no recrearse en la situación, pero sobre todo de no moverse mucho, mientras el tiempo pasa ralentizado volviendo la noche eterna. Pienso en otras noches tropicales y me imagino tomando un mojito bien frío en La Bodeguita de En medio, en La Habana. Pero en este trópico nuestro no hay más música que el ruido de los aparatos de aire acondicionado, de adolescentes berreando a deshoras y perros aullándole a una luna de hormigón; las ventanas están abiertas a pares, las orejas también. Recuerdo esas películas americanas en las que a los protagonistas siempre les dan habitaciones de hotel ruidosas, justo al lado de un cartel luminoso intermitente y tienen que dormir con antifaz y tapones para los oídos.

Recuerdo también las noches de aquellos días en las que acostarse a deshoras era un desafío y llegar tarde o temprano (según se mire) tenía asegurada una bronca parental. Aquellas noches de principios de los ochenta, en las que después de todo el día trabajando en el periódico salía con mis compañeros becarios a tomarnos una cerveza. Los ratos se prolongaban hasta mucho después de que cerraran los bares que nos podíamos permitir. Después dábamos un paseo por la ciudad ya dormida. En aquella época aún no era propiedad de los turistas. Allí sólo quedábamos granadinos.

Recuerdo que me daba vergüenza llegar a ciertas horas y coincidir con mi padre cuando salía a trabajar. Eso ocurría sobre las cinco de la mañana. Prefería llegar antes o después para no coincidir con él, no por la reprimenda, sino porque esa situación hacía que me sintiera un vago egoísta, que estaba de fiesta mientras mi padre madrugaba tanto. Supongo que mi padre, aunque severo, en el fondo era bastante tolerante conmigo porque entendía que para madurar hay que vivir. Maduré mucho aquellas noches de verano, viví intensamente.

Estas noches también tengo la sensación de estar madurando, pero de otra manera. Ahora lo hago como un plátano, me voy arrugando y ablandando fuera de la nevera. El reloj no avanza. Rendido ya, me quedo dormido. Cuando despierto tengo la sensación de que ha pasado una eternidad, pero sólo han sido tres minutos. Los fantasmas se mueven libremente entre la oscuridad, mezclándose con recuerdos agradables. Hay en esto una especie de compensación poética. Los buenos y malos recuerdos son arena y cal que se alternan entreverados. Uno se deprime, pero sólo moderadamente. A esas horas lo vivido y el devenir se deforma hasta el absurdo, todo se vuelve mucho más grave.

Al fondo de un túnel escucho una voz agradable que se ha colado en mis sueños. Es dulce, femenina, alegre y vital, me habla al oído de lo bonito que es el verano, de la playa y la montaña, de las vacaciones de mi vida, de los buenos hoteles con todo incluido. La voz me resulta familiar, pero no logro identificarla. De repente empieza a hablar de los precios de locura, de las rebajas de El Corte Inglés. La radio siempre está presente en mi despertar y se cuela en mis sueños. A veces prefiero los anuncios a la realidad, mucho más cruda.

Amanezco rendido, sobre un charco de sudor, asqueado de calor sofocante y de fantasmas, los de antes y los de ahora. Sé que necesito unas vacaciones y dejar que duerman mis espectros en la oscuridad, pero la realidad es la que es. Para mí no hay veraneo. No me puedo ir al caribe de El Corte Inglés, ni siquiera a una playa de Coca-cola Light para ver cómo rompen las olas desde un chiringuito. Veo en Instagram con cierta envidia la felicidad intrascendente de la gente normal, disfrutando de su quincena estival. Nunca veo las caras de los que cada noche sudan el fracaso de ser anormales por pobres.

Sueño que en algún lugar me esperan veranos como los de antes, llenos de novedades. Veranos de esos que se recuerdan siempre, de esos que dejan fotos felices en lugares bonitos. La radio no dice nada de los que no colapsan los aeropuertos, de los que no abarrotan las playas, de los que no reservan mesa para cuatro, de los que no van al Caribe, de los que no van a ninguna parte. Pensado esto me acuerdo de los que ni siquiera saben que en el mundo hay gente que no conoce el significado de la palabra vacaciones. Los que ven el mar desde un cayuco, los que sueñan con la playa de Lampedusa.

Entonces pienso que soy un pijo desconsiderado que vive en un país rico que añora tiempos mejores que otros no se atreven ni a soñar.