Odio las guerras, que son el verdadero enemigo, vengan de donde vengan. Las guerras son las que se ceban con los inocentes. La guerra trunca las vidas, entra sin pedir permiso arrasándolo todo. Es un monstruo sin cabeza ni corazón. No puedo entender cómo nos quieren convencer que hay guerras justas, necesarias, inevitables. Sólo la voluntad de los poderosos, de los hombres ¡ay ellos! lleva al desastre. A veces sin proponérselo, otras sabiéndolo.

El egoísmo, el creer que se tiene la razón nos lleva al desastre. Lo triste es que cuando la injusticia te hace desesperar siempre hay un poderoso que aprovecha para demostrar que “tenía razón” y así justificar el horror y la muerte. Una guerra es siempre una máquina de generar orfandades y esa cosa terrible que ni tiene nombre de perder a una hija, una hija. La guerra rompe las comunidades, las culturas, la vida cotidiana a la que tenemos derecho todo ser humano.

Los intereses, espurios las más de las veces, presentan actos violentos, guerras declaradas u ocultas bajo falsas defensas legítimas sin contar con el hostigamiento anterior que esos mismos intereses han ejercido contra la población que, como decía antes, ante la desesperanza de la injusticia solo encuentra la rebelión como respuesta.

Odio las guerras, como odio la violencia en general, incluso la verbal y no me estoy refiriendo a las palabras contundentes que liberan y te hacen sentir mejor, sino aquellas que humillan al otro. Esta última se da con demasiada frecuencia contra la mujer, a veces sin darnos cuenta. Es la fuerza de la mala costumbre. Odio los desplazamientos forzosos de los pueblos cuando las mujeres y los niños, como siempre, llevan las de perder, las narcoguerras, el tráfico de armas, el terror que los poderosos, los que tienen las armas y por lo tanto “la razón”, impone a los débiles.

Hay días en que la esperanza se torna lejana, no entiendes al mundo de los hombres y sus leyes, como si todo fuera inútil, toda acción de buena voluntad se difuminara entre la madeja de razones falsas, ideas construidas desde las tripas, las emociones que si nos fijamos en ellas con atención no son nuestras, nos las han creado e introducido como un chip invisible para hacernos actuar desde la negación del otro, sin escucharlo, escucharla, sin atender sus reivindicaciones humanas, culturales o históricas, incluso de supervivencia. Sin embargo, existen personas que te enseñan qué es eso de la empatía, del apoyo mutuo, de la fe en el ser humano y te reconcilias con la vida y con la humanidad, aunque a veces duela.