Uno de los contenciosos enquistado desde tiempo innemorial y sin trazas de resolverse es el que los fontaniegos mantienen con sus vecinos de La Campana sobre quién asó a San Lorenzo. Yo tenía muy claro que fueron los campaneros hasta que entablé amistad con uno de ellos. No sé qué circunstancias lo trajeron a Fuentes, pero sé que iba de vez en cuando a La Campana en bicicleta pues pude oír más de una vez como su madre le decía "mucho cuidado al pasar el cruce". El cruce era lo más peligroso que había a kilómetros a la redonda de Fuentes.

Un lunes de semana santa me dijo que iba a la Humosa, por encargo de la señora, a buscar lentisquitos (lentiscos pequeños) para adornar el paso de la Virgen de la Veracruz, de la que la susodicha tenía el privilegio de ser camarera. Iba en bicicleta y me preguntó si quería ir con él. Yo aquel día no disponía de máquina pero él, que no tenía ninguna prisa, se apoyó en mi hombro para no perder el equilibrio y así fuimos, él en bici y yo a pata, andando camino del Pozo Santo. Algo que vimos al atravesar el paso a nivel le hizo exclamar "pero qué brutos sois en Fuentes". Yo repliqué "más brutos sois los campaneros que asasteis a San Lorenzo y queríais meter una viga atravesada por un caño". Frenó en seco y me dijo "eso es mentira, a San Lorenzo lo asasteis vosotros y además unos de Fuentes que tenían un chozo cerca de La Campana quisieron apagar el sol con agua. Una mañana temprano un rayo de sol se coló por un agujero y empezaron a chillar fuego fuego que arde el chozo y se liaron a tirar cubos de agua".

"Eso no lo sabía yo", le dije. "Po-toma-pa-que-tentere", respondió el campanero. A la vista del Pozo Santo nos despedimos. Cuando unos días después reincidimos en la disputa él se mantuvo en sus trece. No tuve muchas más ocasiones para tratar el tema pues mi amigo se marchó para ingresar, según me dijo, en la escuela de transmisiones del ejército del aire en Cuatro Vientos, de Madrid. Pasaría allí cuatro años en régimen cuartelario y daba por descontado que, al salir, sabría inglés y podría colocarse como intérprete en alguna empresa americana. Al parecer, allí donde iba no aceptaban a cualquiera. Hoy en día es posible leer en un BOE del año 62 las circunstancias de la convocatoria y los requisitos exigidos a los aspirantes, uno de ellos, y supongo que no el de menor peso, era "una buena conceptuación moral y social". Todos los otros eran soslayables.

El chaval era una excelente persona, pero está claro que un certificado de buena conceptuación moral y social, llamémoslo carta de recomendación, válido para según qué instituciones, en aquel tiempo no podía expedirlo cualquiera, más teniendo en cuenta que en el lugar donde entraba te resolvían las necesidades básicas de la existencia, te convalidaban la mili y te dotaban de unos conocimientos, como el idioma inglés, que te auguraban unas posibilidades laborales bastante halagüeñas. Seguro que las plazas estaban muy pero que muy solicitadas, así que no había que pecar de mal pensado para intuir la intervención de alguna mano influyente. ¿Y quién tenía influencia en el año 62?.

Fuera como fuese, mi amigo el campanero vio cumplidas sus expectativas pues unos años más tarde, en uno de mis trabajos en Barcelona, conocí a otro campanero que en cuanto supo que yo era de Fuentes me salió con lo de San Lorenzo y el chamusque. Un día me dijo, de sopetón, "oye le he hablado de ti a un paisano y me ha dicho que te conoce". "Bueno, dile que se pase por aquí una tarde y hablamos". Vino, charlamos un rato y rememoramos aquella discusión que tuvimos sobre San Lorenzo camino del Pozo Santo. Estando ellos en mayoría, yo no insistí en el tema. Al despedirnos me dijo con mal disimulado, pero legítimo orgullo, que trabajaba de intérprete en una empresa americana. No volví a verlo. Al otro campanero tampoco, pues no tardé mucho tiempo en marchar de aquella empresa librándome de la tabarra que cada día me daba con el asao de San Lorenzo y con que los chamuscaos éramos nosotros.

Mucho antes de aquello, estando yo todavía en Fuentes, decidí que un domingo cogería la bicicleta y me iría hasta el pueblo vecino a ver si allí la gente tenía pinta de haber hecho un San Lorenzo a la brasa. Como comentara el tema en el instituto, el hijo del estanquero, que se sentaba en el pupitre de al lado, me dijo que vendría conmigo. Lo que él quería era echarle un vistazo a las campaneras pues le habían dicho que se pasaban el día en el zaguán de las casas haciendo tomiza. A él lo del santo le traía sin cuidado. Le hice notar que lo de las tomizas seguramente sería una exageración, pero no me puse fuerte pues, al fin y al cabo, a mi amigo campanero no le daban los cinco reales del tebeo de la semana hasta que había hecho tres madejas de tomiza de 33 metros cada una, y más de una vez lo acompañé a vendérselas al espartero de la calle Mayor por 14 reales la unidad.

El domingo, después de comer, me encontré con el estanquero en la Cruz Juan Caro y tiramos pa La Campana. Pasado el cruce, la carretera que conducía a La Campana podía calificarse de infernal, con socavones en los que cabía sobradamente un tiro de mulas con el carro y el carrero. A trozos y en paralelo a la carretera, serpenteaba un caminillo de no más de dos cuartas de ancho conocido como "la senda" que por sus características era ideal para la bicicleta. Desgraciadamente no cubría, ni mucho menos, los diez kilómetros del trayecto y como inevitablemente algunos tramos había que hacerlos por el inexistente asfalto, mi amigo acabó pisando una piedra de pico y tuvo un reventón.

Estábamos a unos tres kilómetros de La Campana, llevábamos colgada del sillín aquella carterita con dos desmontables que suministraban con la bicicleta, pero no teníamos ni parches, ni corchú (cautxú) ni una gorda en el bolsillo. Eran sobre las cuatro de la tarde, aunque a principios de junio hacia un calor que fundía las piedras y por allí no pasaba un alma. Desmontamos la rueda aflojando las palomillas a golpe de piedra, como era habitual, sacamos la cámara, me la puse terciada sobre los hombros, monté en la bicicleta y le dije "mira, me acerco al pueblo que allí vive un primo mío, que había sido aprendiz del maestro Guerrero "Zoplaguizo", trabaja en un taller de bicicletas y nos podrá echar una mano para salir del apuro". Él se quedó allí con la misión de parar a cualquiera que pasase y pedirle un parche y un botecillo de corchú por si el taller estaba cerrado y yo no encontraba a mi primo, ya que era domingo.

El taller estaba abierto y mi primo, muy ocupado precisamente por ser domingo. El taller era contiguo, pared por pared, con una taberna y muchos de los que la tarde del domingo iban a tomar un café y echar unas manillas al dominó o a la capicúa le dejaban la bicicleta para que le diera un repasillo. Me preguntó, sorprendido "ande vas por aquí", pero enseguida dejó lo que tenía entre manos, cogió la cámara y puso un parche en el reventón. Después la sujetó al banco con un sargento de carpintero y me dijo que el parche tardaría un cuarto de hora en estar firmemente pegado y que, mientras tanto, fuéramos a tomar un vermut a la taberna. Yo le enseñé mis bolsillos vueltos del revés y él se echó a reír, mientras decía con sorna "ya pago yo".

Nos pusieron dos vermuts con sifón, por suerte con muy poco de lo primero y mucho de lo segundo pues yo tenía que volver a montarme en la bicicleta, y una tapa de sangre con tomate. Como viera mi primo que yo miraba con una insistencia rayana en el descaro a los parroquianos allí reunidos, me preguntó "¿qué coño miras?". Bajando la voz le dije "¿oye, has podido averiguar si fueron los campaneros los que asaron a San Lorenzo?. Algo cabreado, mi primo me dijo "cierra la boca si no quieres que te la partan". Solo volví a abrirla para comerme la mayor parte de la tapa, pero seguí paseando la mirada por el local a ver si descubría alguna señal que me afirmara en mi convicción de que aquéllos que tenía ante mi vista eran los que asaron al santo, aunque pronto vi frustradas mis esperanzas.

La taberna tenía el mismo aire que cualquiera de las de Fuentes. Las caras de los parroquianos, unos con gorra, otros con boina y algunos con sombrero de palma, eran parecidas, por no decir idénticas a las que yo estaba acostumbrado a ver en la taberna de Paco. El tabernero llevaba mandil y tiza en la oreja como cualquiera de los Catalino y  la pizarra donde se apuntaba a los que bebían de fiao estaba llena de apodos que a nadie le extrañarían en Fuentes: el lagarto 4 p, el podenco 6 p, el diablo 8 p, bocacanjilon 12 p.

Mi primo me sacó del ensimismamiento recordándome que él tenía que volver al trabajo y que mi amigo estaba esperando. Me dio la cámara, me dijo que no le volviera a enseñar los bolsillos y que tirara pa Fuentes a to meté. Cogí la bici y, a la salida del pueblo, me crucé con uno que también iba en bicicleta, que me preguntó sobre la marcha "¿el compañero está averiado a unos tres kilómetros?" Al contestarle que si me dijo "me ha dicho que te diga que ya tiene parche y corchú". En efecto, el compañero en cuanto me vió venir empezó a chillar "¡eeeeh, que ya tengo corchú y parche!".

Cuando llegué a donde estaba me enseñó muy risueño una cajita de hojalata de aquellas que llevaban en un ángulo un punzonado que servía para limpiar la zona del pinchazo antes de pegar el parche (foto de arriba) y que hoy constituyen una verdadera reliquia. Se la había dado un campanero. Le dije que la cámara ya estaba parcheada y se puso más contento todavía. Montamos la rueda y apretamos las palomillas a pedrás como mandaban los cánones. El tiempo se nos echaba encima y tiramos pa Fuentes a to lo que daba el cuerpo. Hicimos una breve parada en la casilla de la Estrella para pedir agua y aterrizamos entre dos luces en el paseíto la Arena. La banda de música atacaba en aquel momento los primeros compases del Gato Montés. Como compensación a no haber visto las campaneras ni haber averiguado nada sobre la quema del santo, mi amigo se quedó con la cajita y yo con el contenido, que eran dos  parches y un minúsculo tubito de corchú al que, dicho sea de paso , sólo le queaba un culillo.