¡Corre, que por el Postigo va la murga de Juanillo el Gato! ¡Aligera que por la calle Los Molinos va la de los Indios! ¡Zajones va para la calle la Huerta! ¡Marcelino está en la Puerta del Parro! Era imposible estar en todas partes, pero no queríamos perdernos ninguna. Por eso nos pasábamos la mañana corriendo de una esquina a otra. A disfrutar, que hoy es carnaval. Después vendría la cuaresma, pero poco le preocupaba eso a un pueblo que vivía en continuo ayuno y abstinencia.

El carnaval era una fiesta del pueblo llano y reprimido y las letras de las murgas nunca incluían la más mínima crítica a los poderes de la Iglesia y el Estado. Nunca paraban a tocar en la puerta de ningún señorito, ni los señoritos se vestían de máscara. Como mucho, recuerdo un año que subió el pan y el tabaco y alguna de las murgas sacó una copla con la música de Camino Verde, que decía "Por el Camino Verde, camino Verde y los Palmares". Después venía una estrofa que no recuerdo y continuaba "y hasta han subío los Ideales".

Fueron los de aquellos años unos carnavales de a pie, nada de carrozas ni cabalgatas. Al confeti se le decía guasa y se fabricaba manualmente a golpe de tijeras recortando en pequeños trozos restos de papel, incluido el orillo del chocolate. A partir del año 60, la copla que se impuso decía así: "Por el Camino Verde Camino Verde y los Palmares, vente a Alemania Pepe, que aquí se cobran buenos jornales".

A disfrutar que hoy es carnaval, pregonaba la murga a bombo y platillo, y el pueblo entero respondía con entusiasmo a esta consigna llenando la Carrera de máscaras que en grupos más o menos numerosos, o en solitario algunas, no paraban de ir arriba y abajo abordando a todo aquel con el que tropezaban con el consabido "¡ay fulanito ¿me conose o no me conose?, ¡ayyy! con lo bien que yo te conosco a tiii ¡ay! pero qué torpe".

Por lo general, los disfraces no solían ser muy espectaculares, salvo algunas excepciones como la del Chico Marchena y su cohorte de maricones, entonces se les llamaba así, que venían cada año disfrazados con vestidos de mujer muy llamativos y voluptuosos con gasas y encajes. Constituían un espectáculo dentro del espectáculo. Años más tarde, cuando vi por primera vez el carnaval de Sitges y el famoso desfile de mariquitas por la calle del Pecado, pensé que el Chico y sus muchachos no habrían desentonado en absoluto.

El disfraz más común para la gente de Fuentes en aquellos años consistía en alguna prenda de ropa de la mujer o de alguna hermana en el caso de los hombres y viceversa en el caso de las mujeres. Sin embargo, el termino travestirse era desconocido, se decía vestirse de máscara. Los carnavales de los años 57, 58 y 59 dejaron un poso de recuerdos que permanece en la memoria de aquellos que los vivimos. Cada año venían precedidos de un tira y afloja entre dos José, ninguno santo. El alcalde José Herrera decía sí al carnaval, el Párroco José Ojeda decía no. Aunque en muchos otros temas la autoridad civil cedía ante la eclesiástica, en este del carnaval el alcalde se llevó el gato al agua. Ojeda, mal perdedor, dicen que se iba a Écija mientras duraban los carnavales.

Con el repliegue del párroco, el pulpo religioso encogía sus tentáculos manteniéndose al acecho hasta la próxima Semana Santa, viendo impotente cómo durante tres días el dragón del paganismo extendería sus alas sobre el pueblo, unas alas bien recortadas, todo sea dicho. A disfrutar que hoy es carnaval, repetía machacona la murga, que aquel año encabezaba su repertorio con una copla que empezaba con esa frase.

¿Cuándo era el carnaval? Pues el domingo después de jueves Lardero, estaba claro, aquello del adviento y otros términos litúrgicos, al pueblo llano le traía sin cuidado. Eso quedaba para la gente de iglesia. El carnaval tenía dos partes más o menos diferenciadas. Por la mañana salían las murgas que, salvo alguna excepción, solían recogerse al mediodía, dando paso al desfile de las máscaras que duraba desde las primeras horas de la tarde hasta el anochecer.

Las murgas eran grupos de entre 8 y 10 individuos con ciertas afinidades, algún conocimiento de música y cierta habilidad para la rima, que durante el año recogían información sobre los chismes y hechos jocosos que se producían en el pueblo y que, con más o menos ingenio, los adaptaban a la música de algún pasodoble o cuplé de la época. Eran muchas las coplas de murga con la música de la Campanera, de Joselito o de María de la O.

Los murguistas solían confeccionarse un traje lo más vistoso y llamativo que las circunstancias les permitían y un sombrero de cartón forrado con papel de colores. Los instrumentos consistían en un trozo de caña con una ranura sobre la que se pegaba un papel de fumar de forma que al soplar vibraba y al que se añadía una estructura de cartón en forma de algún instrumento musical, trompeta, trombón u otro, también forrado de papel de colores que hacía la función de caja de resonancia.

Todas las murgas disponían, además de bombo, de platillos y redoblante. Las letras de sus coplas solían versar sobre temas cotidianos, no muy largas, y fáciles de retener. Caso especial era la Estudiantina de Marcelino Lora, con verdaderos músicos, guitarras, bandurrias y laudes y las letras de sus coplas eran de una mayor complejidad. El maestro solía llevar una indumentaria que destacara algo del resto. Por ejemplo, Zajones vestía un sombrero de copa alta, una casaca con faldones que bien pudo haber sido del domador de leones de algún circo de los que pasó por el pueblo y unas botas altas, seguramente cuatro o cinco números más grandes que su pie.

Era tan bajito que entre el sombrero y las botas casi no se veía al personaje. Remataba las actuaciones con una genuflexión y ejecutando en el aire una especia de rubrica con la batuta, que era el mango de un plumero. Las murgas, de hecho, constituían el carnaval de los chavales, ya que en cuanto despachábamos el desayuno, cosa que no requería mucho tiempo, nos echábamos a la calle y ya no nos veían el pelo en casa hasta la hora del almuerzo.