Un marciano que aterrizara un domingo cualquier de junio en Fuentes creería que su población está compuesta únicamente por duques y duquesas, marqueses y marquesas, condes y condesas. O por grandes hacendados. Quedaría impactado por los trajes de alta costura y las pamelas propias de la inauguración de la temporada de carreras de caballos de Ascot. Parece que de un momento a otro aparecerán los ilustres miembros de la familia real británica. Circulan potentes coches cuyas carrocerías refulgen como astros y van a descansar junto a un enorme salón cuyas mesas ofrecen a los que llegan exótico e inacabables manjares. Sin embargo, tan sobresaliente comitiva no se encamina a un hipódromo, sino a la iglesia o al ayuntamiento. El marciano no debería llevarse a engaño porque no es Ascot, sino un precioso y sencillo pueblo de la campiña de Sevilla llamado Fuentes de Andalucía. Lo que sin duda el marciano ignora es que ha llegado en el momento en el que se celebra una boda.
Antes éramos pueblo y ahora no somos aristocracia, aunque algunos pretendan hacérnoslo creer. Aquellas eran bodas realmente pobres, pero infinitamente más auténticas -menos hipócritas- que las de ahora. Había en aquellos banquetes en el corral de la casa, bajo el sombrajo, raíces hondas de gente cabal, franca, genuina. Los cuatro caballetes que sostenían los tableros prestados sobre los que lucía un magro menú compuesto por rodajas de morcilla, chorizo y queso se asentaban sobre siglos de cultura popular. El lujo sin medida de una boda de hoy carece de otras virtudes que no sean la vanidad, la envidia y la ostentación. El fariseísmo se ha adueñado de una celebración que, en lugar de darle lustre, la degrada hasta extremos inauditos.
A ver quién da más platos, más actuaciones, más copas, más flores, más coches, más horas de celebración en su boda... Doce, catorce, dieciséis horas de fiesta y desenfreno, una sorpresa sobre el escenario cada treinta minutos. ¡Qué estrés! Si tu boda no te ha costado más de cuarenta mil euros eres un don nadie. Un don nadie si el cubierto no cuesta 150 euros por cabeza. Un don nadie si tu traje no está hecho por la modista más cara del mercado. Todo tiene que ser lo más de lo más. Unos zapatos de 80 euros no sirven si los hay de 160. Eso obliga a tus invitados a vestirse de marqueses, puedan o no puedan, y a darte una dona de 300 euros, qué menos. Trescientos euros que unidos a los 300 de la boda de otro primo, a los 300 de la boda del compañero del instituto, a los 300 de la boda del hermano pequeño y a los 300 de la boda del cuñado de la prima del sobrino... Cinco bodas en un año hunden la economía familiar más pinturera. ¡Por favor, primo, no me invites a tu boda!
Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible, que diría Rafael Guerra, el Gallo. Lo que no puesé es querer y no poé. Lo que no pue se es que hayamos dejado de ser lo que éramos, pueblo llano y auténtico, y estemos todavía sin saber lo que queremos ser. De donde venimos lo sabemos, pero no a donde vamos en esto de los casorios. Atrás quedaron, por ejemplo, las bodas populares con humildes banquetes en el patio o en el corral de la casa con invitados vestidos de domingo. Las bodas más sonadas de Fuentes fueron la del veterinario y la del farmacéutico, ambos entre familias de su propia clase, ambas en el altar mayor de Santa María la Blanca. Los bolsillos menos pudientes se conformaban con el altar del Sagrado Corazón.
Las bodas de blanco empezaron a mediados de los años sesenta y principios de los setenta. Hasta entonces, los novios vestían austeros trajes oscuros, a veces ellas con peineta. Años más tarde, el convite tenía lugar en el salón de algún bar, donde había cerveza, entrantes de chacinas y un plato con chuleta y papas. Nada de espectáculos ni actuaciones en directo. De dona, veinte duros metidos en un sobre. Si acaso, un amigo del novio se arrancaba cantando algún fandanguillo jaleado por los veinte o treinta invitados. ¡Viva los novios! Ella lucía en el pecho un ramito de azahar, signo de que llegaba virgen al matrimonio, ante lo cual el vecindario guardaba en el cajón de una cómoda las habladuría durante nueve meses.
La gente ya no viste de domingo para ir de boda. Para ir de boda, la gente ahora se disfraza de duques de Alba, que denota maneras de gañán. Muchas bodas son grotescos bailes de máscaras lejos del carnaval. Escenificación que no logra esconder la ausencia de marqueses, aunque el marciano crea lo contrario. Las bodas de este tiempo dejan siempre un reguero de tuertos porque en ellas todo el mundo tiene que gastarse un ojo de la cara. Allá va la marquesa de Griñón a la boda de su prima la Manolita la Piegrande. Ha habido que pasar por la despedida de solteros, las sesiones de fotografías de la preboda, boda y potsboda. Un álbum de siete mil fotografías que cuesta un dineral y que enseguida quedará en el más absoluto olvido.

Tanta ostentación hortera trae a la memoria los convites de las bodas de antes. En los años cincuenta, muchos consistían en un desayuno compuesto por buñuelos con chocolate y una copita de anís ofrecido en el patio de la casa de los padres del novio o de la novia. Tomemos como referencia de boda popular la de la Gradisca (Amarcord, Fellini 1973) en mitad de un descampado con música de Nino Rota interpretada por un acordeonista ciego. La Gradisca (en la fotografía de arriba) ha renunciado a su sueño de casarse con Gary Cooper y se casa con un carabinero fondón y calvorota. Los niños revolotean haciendo burla de los novios, el hijo loco de los padrinos se sube a un árbol y vocifera pidiendo una mujer para él. Sobre la mesa, chacinas baratas y vino peleón. En las conversaciones, muchas dosis de romanticismo y de sueños frustrados. Esa boda retratada por Fellini nos representa como pueblo infinitamente más que cualquier enlace sobrecargados de ostentación que en estas fechas se organizan en los salones de celebraciones que proliferan por Fuentes y sus alrededores.
La boda de la Gradisca mira hacia adentro y sueña con un horizonte de futuro. Mira a la autenticidad de las gentes de la tierra, sobrios, enjutos, cabales, fieles a sí mismos y a la clase a la que pertenecen. No pretenden engañar a nadie. Las bodas de ahora, salvo excepciones, miran hacia afuera, hacia lo superfluo, y se ahogan en un instante. Siguen un carril del consumismo disparatado que imponen las empresas de "eventos", cuyo lucro crece a costa de incautos con aires de grandeza. Si el vecino ha dado cinco platos de comida, yo voy a dar seis, aunque revienten los invitados. Las novias y las suegras se ocupaban de cuidar hasta del último detalle, hoy no hay nada de qué ocuparse porque todo está incluido en el contrato con la empresa organizadora. Para el maquillaje viene expresamente de Sevilla un equipo especializado en bodas. Por favor, primo, no me invites a tu boda.