En no pocas ocasiones, a los docentes se nos pide —con la solemnidad de quien convoca a una ceremonia de redención pedagógica— que redactemos propuestas de mejora para ese grupo de estudiantes que no alcanza los objetivos previstos. Y lo hacemos, claro. Qué remedio. Pero lo hacemos conscientes de que muchas veces el diagnóstico es tan claro como incómodo: falta trabajo y estudio en casa. No hay más. Lo evidencian las actividades realizadas en clase sin ayuda de la IA —lo contrario es un espejismo— y los exámenes lo confirman sin clemencia. Es el resultado inevitable cuando la IA se apaga y el alumno queda a solas frente al folio en blanco; no lo “hecho con ayuda de”, sino lo que se ha construido con el propio esfuerzo, sin algoritmos que soplen las respuestas ni atajos prestados.

Si al bajo rendimiento académico le sumamos el desfile de bostezos, la desgana persistente, los problemas de atención, lenguaje, impulsividad, memoria, agresividad y sueño, el profesorado se ve obligado a recurrir a su intuición para completar el diagnóstico. Pero esa intuición —nutrida por años de experiencia y lecturas— no tiene voz oficial en este proceso. Y, por tanto, calla lo que tal vez debería decir. Quizás, inspirado por La fábrica de cretinos digitales, de Michel Desmurget (cuya lectura no vendría mal a padres y profesores, o, en su defecto, la amplia reseña que enlazamos), el profesor de marras se atrevería a sugerir algo incómodo pero necesario: «Si su hijo o su hija suspende, pregúntese si usted, con su moderna laxitud y su miedo a contrariarlo, le está permitiendo arrebatar a la hegemonía de las pantallas unas horas del día y ponerlas al servicio del estudio. Anímele a reducir y transformar la influencia de las pantallas, aunque al principio oponga resistencia. Es probable que, cuando crezca y madure, le agradezca ese esfuerzo. Y procure también que su hijo o hija reserve un lugar en su vida para disfrutar de la fertilidad liberadora del estudio —o de conversar, debatir, dormir bien, hacer deporte, tocar un instrumento, dibujar, pintar, esculpir, bailar, cantar, asistir a clases de teatro… y, por supuesto, leer—, en lugar de rendirse a la esterilidad perniciosa de las pantallas».

Decíamos que el diagnóstico, a veces, se presenta incómodo. Y así es. Resulta sumamente espinoso tener que comunicar a las familias una obviedad que pocos desean oír: si la auténtica raíz del fracaso académico está en la falta de trabajo y estudio en casa, y en el abuso desmedido de las pantallas lúdicas, entonces ese fracaso no germina ya en el aula, ni en la metodología, ni en el libro de texto. Encuentra su verdadero caldo de cultivo en otro lugar. Se llama hogar. Es allí donde se forjan —o se deshacen— los hábitos de estudio. De ello se deduce que la implicación de las familias no es un añadido opcional, ni un factor secundario, sino un eje central del rendimiento escolar. Porque, en tanto que responsables del ámbito familiar, los padres inciden de forma directa en la conducta del estudiante cuando éste cruza la puerta de casa.

El caso es que la burocracia suele actuar como si asignara a los tutores legales el papel de ausentes o, peor aún, de meros espectadores. Como si la educación fuese un servicio externo del que solo se esperan resultados, pero jamás compromiso. Por lo que no se les convoca a la ceremonia de redención pedagógica. Y esta realidad incómoda se nos devuelve al profesorado como si fuera una patata caliente imposible de enfriar en el ámbito familiar.

Como no basta con señalar el problema con precisión y claridad quirúrgica —falta de trabajo y estudio en casa, y brutal abuso de pantallas lúdicas—; se nos exige, además, una pirueta analítica. En consecuencia, desde la inapelable preceptiva burocrática, se nos impone combinar una sutil, meticulosa e intensa observación, casi microscópica, del amplio abanico de factores que intervienen en el ecosistema educativo, con una reflexión rigurosa y desapasionada. Y todo ello para que, entre indicios, datos, señales, epifanías, logremos descubrir qué prácticas debemos modificar para que el alumno que no estudia… apruebe mágicamente.

Así, la maquinaria burocrática nos empuja a cumplimentar informes que invocan una ilusión: que la causa del bajo rendimiento reside siempre en nuestras manos, en nuestras clases, en nuestras estrategias. Y aunque sepamos que no es así, que el quid de la cuestión se encuentra en otro lugar, nos vemos obligados a actuar como si lo ignoráramos. Es decir, a fingir.

Tras un ejercicio honesto de introspección docente, una vez descartadas las variables que dependen de nuestra práctica, solo queda mirar de frente el núcleo del problema: la falta de implicación. Comprenderla a fondo exigiría investigaciones serias, análisis delicados y exhaustivos de las circunstancias familiares, psicológicas, culturales y emocionales que envuelven a cada estudiante. Una tarea titánica, desproporcionada respecto a nuestro tiempo, nuestros recursos… y nuestras atribuciones.

Descartada esta vía por razones tan evidentes como insalvables —falta de tiempo, de formación, de medios e incluso de autorización—, solo nos queda el terreno incierto de la meditación especulativa. Y desde esa llanura del pensamiento, iluminada por años de experiencia, lecturas lúcidas y conversaciones al borde del aula, surge una verdad tan sencilla como impopular: los estudiantes que no aprueban, no lo hacen porque no trabajan lo suficiente, no estudian con constancia ni se implican con la materia.

No hay alquimia pedagógica que supla la voluntad, ni fórmula mágica capaz de sustituir al esfuerzo. Y entonces, en medio de esta conclusión que resuena como un dictamen oracular, emerge la única pregunta que de verdad importa, la que podría abrir puertas donde ahora solo vemos muros: ¿Por qué no trabajan, no se implican en la materia y no estudian lo necesario? Esta es la pregunta que debemos atrevernos a formular con valentía, sin rodeos ni eufemismos. Porque mientras no la respondamos con hondura, estaremos condenados a redactar una y otra vez propuestas de mejora… que no mejoran nada.