A veces pienso, muchas veces, qué me hace ser amiga de mis amigas, de mis amigos. No son familia, no hay una relación de interés comercial ni laboral. Sin embargo, sé que la vida me sería mucho más difícil sin la amistad. Esa relación que inicias con extraños nos salva de la soledad a veces, de la nostalgia de un tiempo soñado en el que todo era más fácil, en el que las locuras hechas quedaban en los recuerdos más escondidos para cuando, en la tarde de la vida, nos sea necesario sonreír sin motivo aparente.

Leí una vez que una pregunta recurrente de la antropología es si existen sociedades sin amistad. No sé si hay respuesta para esto, de lo que estoy segura es de que en la sociedad en la que quiero vivir sí tiene que existir. Cierto que a lo largo de la vida hay amistades que van y vienen. Sin saber muy bien por qué, unas se van perdiendo y una tarde, a esa hora dorada cuando los sonidos se aterciopelan, vuelven a la memoria preguntando qué pasó, quién cambió de las dos. No soy la misma, ella, él, no son los mismos. Es la vida. Sin embargo, el recuerdo me hace sonreír, una sonrisa doliente. Sí, la tarde trae melancolías que se suavizan. Te prometes llamar, escribir, para saber qué paso, dónde andan, sabiendo que no lo harás. Es solo el momento mágico de la tarde que hace que las emociones afloren.

Hay unas amistades, especialmente una, que se fueron para siempre a donde no puedo escribir ni llamar. Duelen adentro. A veces me sorprendo hablándoles, otras intento egoístamente no pensar en cómo sería ahora mi vida con esas -con esa- amistades que ya no están. Son cada vez más los que se fueron. Siento que no soy fiel a nuestra amistad, que me debo a su recuerdo. Otras veces sé que allí donde estén saben de alguna manera que su mirada vive.

¿Hasta dónde podemos compartirnos a nosotras mismas en una amistad? Solo en la adolescencia podemos entregar nuestro ser más íntimo a una amiga, a un amigo. Esa entrega te ayuda a vivir cuando las arrugas y las canas te anuncian que está cerca ese tiempo que creías imposible, cuando esa amistad era suficiente y tu cuerpo flotaba pleno de energía.

Sí, qué cosa más extraña es la amistad. Te hace acercarte a los desconocidos, a los extraños buscando afinidades que intuyes. Una vez pregunté una amiga qué le había hecho acercase a mí. “No lo sé, pero estaba segura que íbamos a tener una larga conversación placentera”, me dijo. La conversación duró varios años, luego el espacio y el tiempo nos fueron alejando. No obstante, la riqueza de aquella larga conversación quedó y quedará siempre.