Un día, de forma inesperada, el médico miró a la embarazada a la cara y eso provocó en la paciente una sorpresa mayúscula que desencadenó el siguiente diálogo:

-¿Doctor, le pasa a usted algo?

-No, ¿por qué lo dice?

-Porque desde que empecé el control del embarazo es la primera vez que me mira usted a la cara.

Desconcertado, el médico bajó la vista buscando en los papeles refugio al sentimiento de culpa. No le pasaba nada. Era sólo que estaba caído el sistema informático Diraya, en el que debía escribir el informe de la embarazada, el de todas las pacientes, y por eso en aquel momento había tenido tiempo de mirarle la cara. Descubrió el médico que la embarazada tenía ojeras y una tristeza indefinida en los labios. Decidió que, a partir de ese día, por más exigente que fuera el sistema informático, por más pacientes que tuviera esperando a la puerta de su consulta, dedicaría unos segundos a mirarle a cara a todos y cada uno de ellos.

La relación médico-paciente ha sufrido una transformación brutal en los últimos sesenta o setenta años. Hubo un tiempo en el que los pacientes eran personas con historias propias y familiares, con trayectorias laborales, que ayudaban a sus médicos a descubrir y entender su estado de salud y a diagnosticar sus dolencias. Habían seguido los embarazos de las madres, las habían ayudado en los partos, vacunado a los bebés y acompañado sus crecimientos. Es posible que incluso conocieran las adversidades para la salud de sus vidas laborales. El profesional no era "un médico de familia", sino "el médico de la familia" y el diagnóstico de un paciente se basaba en la anamnesis y en el examen físico.

Esa relación cambió cuando los médicos empezaron ver órganos en lugar de personas. El paciente pasó de ser un ser humano con sus circunstancias y sentimientos a ser unos pulmones tísicos, un bazo inflamado, unas manos artríticas o una tensión alta. Conforme iban ahondando en el funcionamiento detallado del organismo, los profesionales perdían de vista el conjunto, el ser humano que albergaba y daba sentido al funcionamiento de esos órganos. Obsesionados con recuperar el buen funcionamiento del corazón, obviaron que bombeaba sangre para mantener vivas neuronas capaces de generar alegrías y penas, dolores, temores, angustias, sueños y desengaños. Olvidaron que sus pacientes sentían.

Ahora, la consulta médica no es un acto protagonizado ni por una persona ni por un órgano enfermo, sino por un conjunto de aparatos electrónicos que exigen perentoriamente ser utilizados de continuo. Lo que da sentido a ese acto es el uso profuso de tecnología, cuanta más mejor. En realidad, sin esos aparatos el médico actual sería incapaz de ejercer su profesión con un mínimo de fiabilidad. La tecnología, ya se ha dicho hasta la saciedad, no es ni buena ni mala, depende del uso que se le dé. Ahora estamos en la fase de abuso. Claro que la tecnología sirve para mejorar la atención médica, siempre que no engulla y anule al médico y al paciente.

La mayoría de los médicos no observan al paciente, sino al ordenador, en el que leen lo anotado anteriormente, casi siempre por otro médico distinto. El nuevo anota el relato que hace el enfermo (sin mirarle a la cara) y, en el mejor de los casos, manda pruebas o remite al especialista. De médico en médico y de artefacto en artefacto. No tienen tiempo para hacer otra cosa. Como consecuencia, si alguno ha errado el diagnóstico, su error se perpetuará porque nadie va a mandar parar máquinas para ver lo que realmente le sucede al enfermo. Apenas se le escucha y, por supuesto, nada de mirarle a la cara. Al paciente le pasa lo que diga el análisis de sangre, el TAC, la radiografía, la colonoscopía o la biopsia...

Así, la relación médico-paciente ha pasado de un extremo (el médico apenas dotado de medios tecnológicos) al opuesto (medios técnicos sin apenas médico). De médicos que tenían todo el tiempo del mundo para examinar al paciente a médicos ensimismados en el manejo de aparatos y sin tiempo ni para mirarle a la cara. Un muro levantado a base de aparatos y de estrés les separa en mundos distintos. A no ser que un día, de forma inesperada, haya una avería en el sistema informático y entonces el médico y el paciente, sin el muro de por medio, se sorprendan mirándose cara a cara. Doctor, ¿por qué me mira hoy?