Lo que me pasó hace unos años con Thomas Piketty me vuelve a suceder con Mariana Mazzucato: esa necesidad irreprimible de compartir la lectura, de condensar en un artículo lo más valioso de su pensamiento, aunque sea una tarea imposible. Porque cuando alguien pone en palabras, con rigor y evidencia, lo que uno intuía -pero no sabe explicar en profundidad- se despierta una urgencia contagiosa. Piketty, que comenzó sus investigaciones con una mentalidad liberal, confiando en el mercado, fue inclinándose hacia una visión socialdemócrata a medida que analizaba los datos sin filtros ideológicos. Su monumental El capital en el siglo XXI, con más de 1.200 páginas, no parte de una consigna política, sino de una pregunta incómoda y esencial, que suele pasarse por alto en los discursos triunfalistas: ¿Quién se queda realmente con los frutos del crecimiento económico?

En su caso, lo que hizo fue revolucionario, no porque inventara una teoría nueva desde cero, sino porque miró los datos desde otro ángulo, con la obstinación de quien no se conforma con lo que “siempre se ha dicho”. Nos educaron en la idea de que si un país crece -si el PIB sube, si hay más inversión, más beneficios empresariales- eso es automáticamente bueno para todos. Pero Piketty cuestionó esa historia tan bien empaquetada y, al escarbar bajo la superficie, encontró un reparto desequilibrado donde unos pocos se quedaban con casi todo el pastel. Se atrevió a mirar los datos sin filtros, huyendo de sesgos ideológicos. Y lo que descubrió fue tan revelador como demoledor: el crecimiento económico no siempre significa progreso compartido.

Imaginemos un país cuya economía crece un 3% anual. Los gobiernos aplauden, los medios lo celebran. Pero... ¿quién se lleva ese 3%? ¿Cómo se reparte? Y, sobre todo: ¿cómo se traduce en la vida cotidiana? Piketty se dio cuenta de que los indicadores macroeconómicos como el PIB o los ingresos medios pueden ocultar más de lo que muestran. Son cifras que suman toda la riqueza o actividad económica del país como si fuera un único bloque, sin mostrar las diferencias internas: no distinguen si ese crecimiento lo acaparan unos pocos o si se reparte de forma equilibrada.

Es el viejo chiste estadístico: uno se come el pollo entero, el otro se queda mirando, y en los números oficiales resulta que ambos han comido medio pollo. Lo que él propuso fue tan simple como potente: descomponer ese crecimiento en tres grandes grupos -el 50% más pobre, el 40% central y el 10% más rico- para ver quién se beneficiaba realmente. Y entonces apareció la grieta. En países como Estados Unidos, el crecimiento beneficiaba casi exclusivamente al 10% de arriba, mientras que el 50% de abajo seguía igual o incluso peor.

En otras palabras, sobre el papel, el país parecía prosperar: la economía crecía, se generaba más riqueza… pero esa riqueza quedaba en pocas manos. La mayoría apenas notaba la diferencia. La economía del escaparate no reflejaba la intraeconomía real, la que vive la gente en sus salarios, en el precio de la vivienda, en los tickets del supermercado o en la falta de servicios públicos. En cambio, en Francia -con una política fiscal más progresiva y un Estado redistributivo más activo- una mayor parte del crecimiento sí llegaba a las clases populares. No era un milagro ni una superioridad moral. Era una cuestión de diseño económico y voluntad política.

Las investigaciones de Mariana Mazzucato -catedrática de Economía de la Innovación y Valor Público en el University College London- la han convertido en una de las voces más influyentes en la defensa de lo público como motor de transformación. Sus propuestas encajan de forma extraordinaria con las de Piketty y las llevan un paso más allá. Leyendo El Estado emprendedor, encontraba mil y una respuestas para desmontar con argumentos los eslóganes fáciles contra la intervención estatal. Frente al mantra de “el Estado estorba”, Mazzucato demuestra que, cuando actúa con visión estratégica, el Estado no solo no estorba, sino que impulsa, sostiene y arriesga donde el mercado no quiere -o no puede- llegar.

El problema es que su enfoque, como el de tantos otros que aún creen en el poder transformador del conocimiento, no viraliza tan bien como el grito, la caricatura o el insulto envuelto en risa. A esto se suma que leer para comprender exige un esfuerzo mínimo, cada vez más escaso. Hoy, el artículo riguroso -y necesariamente extenso, quizás agotador para los menos entrenados- ha cedido terreno al vídeo breve y polémico que tanto seduce al algoritmo, cargado de medias verdades y falsedades espectaculares que se propagan a ritmo vertiginoso en redes sociales. Pero lo que aquí se reclama no es plantarse en el artículo, sino atreverse a ascender al libro. Porque, hablando en plata, ciertos niveles de comprensión solo se alcanzan en el formato largo. No hay atajos. Ni un hilo de X, ni una charla TED, ni un resumen amable para lectores apresurados pueden condensar lo que realmente significa el Estado y su papel en la economía.