Entender el Estado no como obstáculo, sino como arquitecto del futuro, exige tiempo, concentración y disposición al matiz. Eso es lo que ofrece El Estado emprendedor, de Mariana Mazzucato: una visión rigurosa, minuciosa y profundamente inspiradora de lo público como motor de innovación. Lo que intentaré aquí es esbozar apenas un destello de las ideas de Mariana Mazzucato, con la esperanza de contagiar al lector esa misma curiosidad que su lectura despertó en mí. Mientras leía su texto, tenía muy presente el ruido de la “batalla cultural” que el ultra liberalismo ha emprendido en plataformas digitales y que no deja de ganar terreno. No importa que sus tesis sean simplistas o desprecien décadas de evidencia empírica: lo que premian los algoritmos es que se presenten como “valientes”, como rupturistas, como memes eficaces.
En este contexto, Javier Milei, con sus maneras de bufón de feria, se ha convertido en el paradigma del ultraliberalismo contemporáneo. No solo por la radicalidad de su ideario -una cruzada frontal contra el Estado, los impuestos y lo público- sino por su capacidad para convertir la política económica en espectáculo. Con un lenguaje provocador, la descalificación como principal herramienta retórica y una puesta en escena deliberadamente agresiva, Milei ha logrado proyectar una figura mediática capaz de viralizarse más rápido que cualquier documento con datos, por sólido que sea. Su influencia, lejos de limitarse a Argentina, ha comenzado a extenderse por España, donde sectores afines han encontrado en él una oportunidad para amplificar una visión del mundo basada en el individualismo, el desmantelamiento del Estado y la exaltación del mercado como único árbitro legítimo.
Un reportaje reciente de El País muestra cómo sus seguidores en España han adoptado sus formas y su discurso para lanzar una “batalla cultural” en redes sociales, basada en memes, vídeos cortos y mensajes simplificados que desprecian la complejidad del pensamiento económico y atacan sin matices todo lo que huela a intervención pública (ver artículo). Así, la viralización de Milei en España no es un accidente, sino el resultado de una estrategia coordinada: desde think tanks como el Club de los Viernes, hasta profesionales digitales y creadores de contenido que actúan como vehículos de amplificación, conformando una red eficaz para promover su estilo, agenda y espectáculo en cada rincón de internet. No es casualidad que muchos jóvenes -y no tan jóvenes- queden fascinados por este artefacto político: un Calígula en conserva, producto de laboratorio populista, que oculta bajo el disfraz de la “libertad” una cruzada contra todo lo público.

Pero esta ofensiva ideológica no se queda en el ámbito digital. En su última visita a Madrid, Milei se reunió con empresarios españoles, tejiendo una red de apoyos económicos e institucionales que refuerzan su agenda más allá de las fronteras argentinas (ver aquí). La proyección de su figura ha alcanzado también el terreno de los eventos económicos, donde ha sido recibido como estrella internacional, celebrándose sus exabruptos como si fueran revelaciones. En un foro reciente financiado por una plataforma de criptomonedas, Milei compartió escenario con políticos y comunicadores españoles afines, convirtiendo su mensaje en espectáculo y asociando su discurso a la idea de modernidad, emprendimiento y éxito individual, aunque el contenido real apunte al desmontaje sistemático de lo público (más detalles en este enlace).
El economista noruego Erik Reinert escribía en La globalización de la pobreza que “Desde los padres fundadores, Estados Unidos ha vivido siempre dividido entre dos tradiciones: la política activista de Alexander Hamilton y la célebre consigna de Thomas Jefferson de que «el mejor gobierno es el que menos gobierna» (…)”. Y añadía con agudeza: “Con el tiempo y gracias al pragmatismo estadounidense, esa rivalidad se ha resuelto poniendo a los jeffersonianos a cargo de la retórica y a los hamiltonianos a cargo de la política”. Podríamos decir que Milei ha roto esa delicada hipocresía: escapó de la jaula jeffersoniana y saltó del espectáculo al poder, decidido a aplicar en las redes -donde se disuelve la frontera entre lo real y el show- una retórica que, en otros contextos, funcionaba solo como decorado ideológico.
Como advierte Mariana Mazzucato desde las primeras líneas de El Estado emprendedor, uno de los grandes equívocos de nuestro tiempo consiste en confundir el relato con la realidad. Estados Unidos no debe su pujanza económica al laissez-faire ni al genio individual de sus emprendedores, sino a décadas de inversión pública masiva y estratégica en tecnología e innovación. En sus palabras: "En todo el planeta, los países, incluidos los que están en vías de desarrollo, intentan imitar el éxito de la economía de Estados Unidos [...] Si el resto del mundo quiere emular el modelo de Estados Unidos debería practicar lo que este país realmente hizo y no lo que dice que hizo: más Estado y no menos.

Frente al mito del mercado libre y el Estado torpe, Mariana Mazzucato desvela y documenta con rigor una historia muy distinta: el sector público no solo ha sido fundamental en el crecimiento económico, sino que ha liderado las fases más arriesgadas y costosas del proceso de innovación. Mientras el relato dominante celebra al emprendedor privado como héroe del progreso y reduce al Estado a mero árbitro pasivo (o incluso a un obstáculo) la evidencia muestra que gran parte de las tecnologías que han transformado nuestras vidas -de internet a la energía renovable- e impulsaron el auge económico moderno, fueron incubadas, financiadas y desarrolladas desde instituciones públicas.
Internet, GPS, la pantalla táctil o el reconocimiento de voz del iPhone no nacieron en garajes con pizza fría y cafés sin filtrar, sino en programas estatales como ARPANET, NAVSTAR o proyectos de inteligencia artificial del Departamento de Defensa de EE. UU. Incluso las innovaciones médicas más relevantes no suelen ser obra de laboratorios privados, sino de organismos como los Institutos Nacionales de la Salud (NIH), que asumen los mayores riesgos y los mayores costes. Las grandes farmacéuticas, siguiendo la misma dinámica, también intervienen más tarde, cuando el terreno ya está preparado, y se concentran en modificaciones menores de productos ya rentables y en potentes estrategias de marketing.
Mazzucato sostiene que el Estado no debe limitarse a corregir los llamados “fallos del mercado”, como propone la ortodoxia económica, sino que puede -y debe- crear mercados, moldearlos y orientarlos hacia metas sociales ambiciosas: la transición energética, la salud pública o la reducción de las desigualdades, entre otras. Para ello es necesario “pensar en grande”, asumiendo al Estado como un actor central en la construcción de un futuro más próspero, inclusivo y sostenible. La historia demuestra -y así lo documenta Mazzucato- que en muchos de los grandes avances tecnológicos ha sido el Estado, y no el sector privado, quien ha dado el primer paso, invirtiendo a largo plazo, asumiendo los riesgos iniciales y abriendo caminos que parecían inviables. Solo cuando esas apuestas maduran y el terreno está despejado, las empresas privadas suelen llegar, recoger los frutos… y, en demasiadas ocasiones, lo hacen sin devolver nada al esfuerzo colectivo que lo hizo posible. Recuperar una visión ambiciosa de lo público es, para Mazzucato, la condición para encarar los desafíos de nuestro tiempo.

Por tanto, cuando se habla de competitividad, innovación y crecimiento, la cuestión no es cuánta presencia ha de tener el Estado, sino qué papel le asignamos. ¿Queremos un Estado que asuma riesgos estratégicos pensando en el beneficio común, o uno limitado a intervenir solo cuando las cosas van mal para las empresas privadas -rescatándolas en las crisis, sosteniéndolas con dinero público, garantizándoles beneficios- pero sin obtener a cambio ni reconocimiento ni una parte justa de los beneficios generados? Porque si una empresa arriesga y acierta, la celebramos como ejemplo de éxito emprendedor. Pero si el Estado invierte, arriesga y acierta, se le acusa de intervenir demasiado. Mazzucato invierte esta lógica: muchas veces, quien realmente ha aprovechado el riesgo asumido por otros -sobre todo por el Estado- ha sido el capital privado.
Para comprender mejor esta afirmación conviene detenerse un momento en cómo suele organizarse un proceso de innovación tecnológica. Generalmente, se divide en varias etapas: investigación básica (entender cómo funciona algo, sin pensar aún en para qué servirá), investigación aplicada (usar ese conocimiento para resolver un problema concreto), desarrollo experimental (comprobar si las ideas funcionan en la práctica), prototipado (construir un primer modelo que funcione) comercialización (sacar el producto al mercado) y, por último, escalado (fabricarlo a gran escala y extender su uso). Pues bien, el Estado interviene sobre todo en las primeras fases: las más inciertas, costosas y difíciles, donde todavía no se sabe si habrá resultados útiles o si todo quedará en una buena intención. Y lo hace, muchas veces, completamente solo, porque el sector privado prefiere esperar a que alguien despeje el camino. En ese terreno no hay ganancias aseguradas, ni fórmulas probadas, ni caminos seguros: solo hipótesis, laboratorios y ensayo y error.