Decíamos ayer que encima de asumir la parte más arriesgada y menos agradecida del proceso, cuando una investigación no llega a buen puerto, hay quienes aprovechan ese hecho para desprestigiar al Estado. Lo acusan de ineficaz, de despilfarrar recursos públicos, de mantener “chiringuitos” sin utilidad y descalifican como parásitos a investigadores, laboratorios o instituciones enteras que llevan años sosteniendo avances que luego otros rentabilizan. Pero lo cierto es que solo quien arriesga puede fallar y en esas fases iniciales quienes arriesgan casi siempre son instituciones públicas. Usar esos intentos fallidos para glorificar al sector privado -que no participó cuando el panorama era incierto- no es solo injusto: es profundamente hipócrita.

Generalmente, las empresas privadas aparecen cuando el camino ya ha sido parcialmente despejado gracias a décadas de inversión pública. Aunque después se presenten como pioneras y valientes, el riesgo más alto -económico, científico y político- lo ha asumido el Estado. Un Estado que invierte sin quedarse con los beneficios del éxito. Pero sin ese impulso inicial, buena parte de lo que hoy celebramos como grandes hitos de la innovación tecnológica simplemente no existiría.

El caso de Apple es un ejemplo paradigmático. La narrativa dominante presenta el iPhone como el fruto de la genialidad visionaria de Steve Jobs y la capacidad innovadora de Apple. Y, en parte, lo es. Pero lo que rara vez se explica es que las tecnologías que hacen que ese dispositivo sea “inteligente” -internet, GPS, pantalla táctil, reconocimiento de voz…- no salieron de sus oficinas ni de un garaje improvisado, sino de décadas de inversión pública. Fueron programas estatales y organismos como la DARPA, el Departamento de Defensa de EE. UU., la  Fundación Nacional para la Ciencia o los Institutos Nacionales de Salud quienes financiaron y desarrollaron las piezas clave de esa revolución tecnológica.

El mérito de Apple está en juntar esas piezas, perfeccionarlas y convertirlas en un producto de masas, pero sin el trabajo previo del Estado, el iPhone, tal y como lo conocemos, no habría existido. Fue el Estado quien asumió los primeros riesgos sin garantías de éxito, sin saber si todo eso funcionaría. Apple llegó después, cuando el camino más difícil ya estaba recorrido y el horizonte más despejado. Y, como ocurre tantas veces, los beneficios se privatizaron, mientras el esfuerzo colectivo quedó en la sombra. Este patrón no es la excepción, sino la norma.

Es el Estado -y no las empresas privadas- quien puede liderar las inversiones arriesgadas que se necesitan para avanzar en tecnología o resolver grandes problemas sociales. No solo porque tiene más medios y capacidad de actuación, sino porque es el único que asume esos riesgos cuando nadie más quiere hacerlo. Porque la historia de la innovación demuestra que, una y otra vez, ha sido lo público lo que ha abierto camino cuando el terreno era incierto y los beneficios no estaban asegurados.

Cuando el Estado invierte en tecnologías emergentes -como lo hizo con internet, el GPS, la energía solar o las vacunas- no lo hace porque haya una rentabilidad asegurada ni porque existan modelos de negocio consolidados. Lo hace, en muchos casos, por razones de interés general: la seguridad nacional, la lucha contra el cambio climático, la independencia energética o la salud pública. Esas inversiones, aunque arriesgadas, pueden generar avances de enorme valor social: salvar vidas, proteger el medio ambiente o mejorar la educación. Pero ese valor no siempre se traduce en beneficios económicos inmediatos ni en ganancias apropiables por una sola empresa. Ahí es donde muchas veces el sector privado decide no participar: si no puede asegurarse buena parte del beneficio, si no ve una rentabilidad clara y rápida, simplemente no asume el riesgo.

En ese vacío, actúa el Estado. Es, muchas veces, el único que puede -y debe- intervenir cuando todo es incierto, porque su horizonte no es el beneficio inmediato, sino el bienestar colectivo. Además, cuenta con la capacidad de pensar a largo plazo y de invertir estratégicamente allí donde otros no se atreven, con el objetivo de transformar el tejido productivo y abrir nuevas vías de crecimiento sostenible. Sin esa voluntad pública de asumir el riesgo en los primeros pasos, la innovación difícilmente echaría a andar.

Como venimos diciendo, existe la idea muy extendida de que los grandes avances son fruto exclusivo del atrevimiento empresarial y que las empresas privadas son las que asumen todos los riesgos. Las compañías deben, por supuesto, tomar decisiones difíciles: lanzar productos nuevos, entrar en mercados inexplorados, rediseñar procesos. Pero estos riesgos son calculados. Rara vez entran en terreno desconocido si no ven una oportunidad clara de ganar dinero. Y muchas veces, ese terreno ya ha sido preparado por el Estado, que invirtió antes en la parte más difícil, incierta y costosa. Eso no significa negar el mérito empresarial. Casos como el de Tesla lo demuestran: la empresa de Elon Musk transformó el mercado del coche eléctrico, haciendo deseable un producto antes marginal. Pero incluso Tesla se apoyó en décadas de investigación pública en baterías, tecnologías de electrificación y energías renovables, además de beneficiarse de préstamos públicos -como los 465 millones de dólares otorgados por el Departamento de Energía de EE. UU.- y de subsidios estatales que facilitaron su despegue. El riesgo empresarial existe, sí, pero muchas veces es un riesgo contenido porque se pisa sobre suelo abonado -y financiado- por lo público.

Lo irónico es que quien tanto debe a la inversión estatal no ha dudado después en denigrar al propio Estado, exigir recortes, despedir personal o amenazar con deslocalizaciones cuando los incentivos públicos no colman sus expectativas. Y por si fuera poco, durante su etapa como special government employee en la administración Trump, al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), Musk promovió despidos masivos, recortes en programas clave como USAID o las iniciativas de diversidad (DEI) y defendió sin pudor una agenda presupuestaria de austeridad, recortando precisamente los cimientos públicos que él mismo aprovechó para levantar su imperio.

Y, sin embargo, solo una mínima parte de los beneficios de estas empresas llega a quienes asumen los riesgos más difíciles y costosos. Empresas como Apple, Pfizer o Tesla se han beneficiado enormemente de la inversión pública: el conocimiento científico, las infraestructuras, los subsidios o las patentes que utilizan no aparecieron por arte de magia, sino que son fruto de años -a veces décadas- de esfuerzo financiado con dinero de todos. Pero, llegado el momento de devolver parte de esos beneficios a la sociedad, ocurre justo lo contrario: recurren a subterfugios legales y contables para reducir al mínimo su contribución fiscal o, directamente, evitarla, aportando poco o nada al circuito público que las hizo posibles.

Además, conviene recordar que las reglas del juego tampoco son neutrales. Las leyes de patentes, en muchos casos, se han modificado ad hoc para favorecer a las grandes empresas. El nivel de exigencia para registrar una patente se ha rebajado tanto que, a menudo, un simple ajuste o mejora sobre un descubrimiento surgido en el ámbito público permite a una empresa apropiarse del resultado y cobrar sumas desorbitadas. Así, productos que nacieron gracias a décadas de inversión estatal terminan bajo control exclusivo de quienes solo llegaron al final del proceso. Y lo más grave: la parte de los beneficios que debería regresar al Estado -y con ello, a la sociedad- se esfuma. Si el Estado recuperase una fracción justa de esos beneficios, podría reinvertirlos en nuevas investigaciones, abriendo el camino a innovaciones futuras de las que, una vez más, acabarían beneficiándose tanto las empresas como el conjunto de la sociedad.

Este mismo patrón se repite en sectores clave como la energía limpia. Hablamos de un ámbito que requiere grandes inversiones, con mucha incertidumbre técnica y sin beneficios rápidos a la vista. Pensar que el capital privado va a liderar por sí solo esta transición es poco realista. No basta con pequeños bancos verdes o con incentivos puntuales: hace falta un Estado decidido, que no solo abra el camino, sino que lo recorra durante el tiempo necesario hasta que esas tecnologías alcancen la escala, la eficiencia y la rentabilidad que les permita competir de verdad con los combustibles fósiles. Así ha ocurrido históricamente. Las grandes transformaciones tecnológicas- de la aeronáutica a los semiconductores- no nacieron únicamente de empresarios visionarios, sino fruto de una arquitectura pública dispuesta a asumir los riesgos que el mercado, por su propia lógica, prefiere evitar. Porque no es lo mismo arriesgarse impulsado por el bien común, que hacerlo únicamente por la pulsión del beneficio económico. Y esa diferencia explica por qué, en los momentos críticos, es el Estado quien debe dar el primer paso.

Sin embargo, cuando esa inversión pública madura y se materializa en avances concretos, los beneficios económicos suelen concentrarse en manos privadas. En la industria farmacéutica, esto roza el escándalo: medicamentos financiados con dinero público se venden después a precios inasumibles para los propios contribuyentes que los hicieron posibles. Pero lo mismo ocurre en sectores como la electrónica, las telecomunicaciones o la inteligencia artificial. Hemos construido una economía donde el riesgo se socializa, pero las ganancias se privatizan. No solo es injusto: es un modelo miope, que limita la innovación transformadora que realmente necesitamos.

¿Quién habría imaginado que una tecnología diseñada, en su origen, para garantizar las comunicaciones durante una posible guerra nuclear acabaría convertida en la mayor red civil de conocimiento, ocio y comercio del planeta? ¿Cuántos calificaron de absurda o innecesaria la idea de invertir miles de millones públicos en algo tan incierto como internet? Y, sin embargo, fue el Estado quien dio ese primer paso. Lo mismo ocurrió con el GPS, las pantallas táctiles, los avances biomédicos o la energía solar. Pero también con logros que hoy damos por sentados: la escolarización masiva, las campañas de vacunación, la sanidad pública, o las infraestructuras que conectan países enteros. Todo ello nació de decisiones públicas que en su día parecían arriesgadas, costosas o incluso utópicas. Lo que el mercado no ve, lo que no puede valorar porque no cabe aún en sus modelos de negocio o en su cálculo de beneficios inmediatos, es precisamente lo que el Estado -cuando se atreve- puede hacer visible, real y accesible para todos.

El caso del medicamento Ozempic -creado originalmente para tratar la diabetes tipo 2 y hoy convertido en un fenómeno global, conocido como “la droga de Hollywood” por su uso masivo para adelgazar- nos sirve de ejemplo perfecto para entender lo que venimos planteando. Para ello habría que mirar el otro rostro de Ozempic: lo que el Estado invirtió y casi nadie cuenta. Cuando un fármaco irrumpe en el mercado, rodeado de titulares, promesas y marketing, pocas veces nos detenemos a mirar más allá de la etiqueta de la farmacéutica. Ozempic, el medicamento estrella de Novo Nordisk, se presenta como un triunfo de la innovación empresarial. Pero ¿cuánto de ese éxito tiene detrás el impulso de la investigación pública? ¿Cuánto invirtieron los Estados para allanar el camino que hoy permite la existencia de la semaglutida? Estas preguntas son claves, no solo para entender cómo funciona en realidad la innovación farmacéutica, sino para cuestionar quién debe beneficiarse de los avances científicos.

Porque lo cierto es que el Estado fue el pionero en el terreno de la incertidumbre. La hormona GLP‑1, en la que se basa Ozempic, fue objeto de décadas de investigación financiada con dinero público: el Instituto Nacional de Salud de EE.UU. (NIH), universidades públicas canadienses y otras instituciones públicas. Uno de los grandes impulsores fue el científico canadiense Daniel Drucker, quien dedicó años a entender cómo el GLP‑1 podía utilizarse para regular el metabolismo y tratar la diabetes. Toda esa fase inicial, la más incierta y costosa y sin garantía de beneficios inmediatos, fue asumida con fondos públicos: Drucker trabajaba en instituciones académicas y hospitales públicos de Canadá, como el Mount Sinai Hospital y la Universidad de Toronto, ambos referentes mundiales de la investigación científica sin ánimo de lucro.

Solo cuando el camino ya estaba trazado, Novo Nordisk entró en escena. Su aportación fue desarrollar una variante más estable: la semaglutida, añadiendo una cadena lipídica para prolongar su efecto. Un avance técnico relevante, sí, pero que se apoya íntegramente en conocimientos generados por la ciencia pública, financiado por el Estado. Lo que se produce entonces es un fenómeno conocido: la innovación incremental termina generando enormes beneficios privados a partir de un esfuerzo de base financiado por todos. Y lo hace, además, sin que exista un mecanismo justo de retorno hacia el Estado, que fue quien asumió el riesgo inicial.

Desde un punto de vista molecular, la semaglutida es, en esencia, un análogo modificado de una hormona natural. No estamos ante una invención revolucionaria, sino ante una mejora incremental sobre un conocimiento previo. Ya vimos cómo las patentes permiten, a menudo, apropiarse de esos avances sin reconocer el esfuerzo colectivo que los hizo posibles. El mérito técnico de Novo Nordisk es real, pero también lo es el hecho de que no asumieron el riesgo más incierto y costoso: ese tramo lo recorrió, durante décadas, la investigación pública

¿Cuánto le debe entonces la farmacéutica al Estado? Calcularlo al detalle es complicado, pero sí se puede hacer una estimación razonada del esfuerzo estatal. Sabemos que entre 1970 y 2010, los NIH invirtieron más de 700.000 millones de dólares en investigación biomédica. Se calcula que al menos un 15% de esos fondos se destinó a áreas relacionadas con el metabolismo, la endocrinología y la diabetes, es decir, unos 100.000 millones de dólares. Y esa cifra no incluye solo ideas abstractas: hablamos de laboratorios, equipos, infraestructuras, material puntero, ensayos clínicos, y, sobre todo, personal altamente cualificado trabajando durante décadas. Si sumamos la inversión pública europea y canadiense, la cifra se acerca a los 120.000 millones de dólares que sentaron las bases para medicamentos como Ozempic.

Hoy, Novo Nordisk factura más de 33.000 millones de dólares al año, y solo Ozempic le generó más de 11.000 millones en 2023. Su CEO, Lars  Fruergaard  Jørgensen, recibió ese mismo año una remuneración total cercana a los 100 millones de coronas danesas (unos 13–14 millones €). Y, sin embargo, los beneficios de esa historia -que comenzó en laboratorios públicos, con décadas de investigación financiada por el Estado- se han privatizado casi por completo.

Mariana Mazzucato lo ha dicho con claridad: si el Estado asume los riesgos, también debería participar en los beneficios. No es una cuestión de caridad, sino de justicia económica y de sentido común. ¿Por qué una farmacéutica puede explotar una patente durante 20 años, cuando la ciencia que hizo posible ese fármaco fue financiada entre todos? Propuestas como las patentes condicionadas, las cláusulas de retorno al sector público o los precios regulados no buscan demonizar a la empresa privada, sino equilibrar el tablero y construir una relación de simbiosis. Porque sin las décadas de inversión pública, sin los riesgos que asumen investigadores e instituciones estatales, Ozempic simplemente no existiría. Y, sin embargo, en los relatos de éxito, las farmacéuticas suelen presentarse como las únicas heroínas de la innovación. La realidad es menos épica: muchas veces recogen frutos de semillas que no plantaron. Ozempic es, en gran parte, un producto del Estado emprendedor. Solo que nadie se lo reconoce. Y eso no es un olvido, es una forma de injusticia.

Llegados a este punto, habría que decir que la lectura atenta de este artículo nos puede ayudar a comprender mejor por qué Trump -que ha recortado fondos a la ciencia, desmantelado equipos de investigación y debilitado agencias públicas clave como los Centros para el Control de Enfermedades (CDC) o la Agencia de Protección Ambiental (EPA), y no ha dudado en despedir a eminencias científicas de prestigio internacional- no está “adelgazando” el Estado, como proclama, sino desmantelando la base de conocimiento que sostiene el futuro del país. Y podemos anticipar lo que ocurrirá en España si sus discípulos más fieles, entre los dirigentes de Vox, siguen al pie de la letra ese mismo guion que tanto aclaman.

Quizás ahora estemos en mejores condiciones de responder a la pregunta que titula esta serie de artículos: ¿quién parasita a quién? Porque cuando el Estado allana el camino, asume los riesgos y financia la ciencia, pero los beneficios se privatizan y se concentran, la narrativa de la empresa valiente y autosuficiente se tambalea. No se trata de enfrentar lo público y lo privado, sino de recordar que solo una simbiosis justa garantiza que la innovación beneficie al conjunto de la sociedad, y no solo a unos pocos.