El juez Peinado exige ahora a la Moncloa todos los correos de Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, desde 2018, para que los investigue la UCO. Un gesto más en esta interminable cadena de despropósitos: un riesgo evidente para la intimidad de la víctima de este proceso absurdo, una humillación para su vida personal y, de paso, más basura para seguir emporcando el ambiente público. El caso Begoña Gómez nació con un tufo claro de oportunidad política. La denuncia de los franquistas de Manos Limpias fue rechazada por la Fiscalía desde el principio, pero el juez Peinado decidió mantener viva la investigación, aunque sea artificialmente.
Desde entonces, la instrucción ha funcionado como una máquina de prolongar la sospecha: tráfico de influencias, apropiación indebida, intrusismo profesional, malversación. Una ristra de acusaciones que se han ido sumando más por inercia que por solidez. Cada término se convierte en un estigma: ser señalada de tráfico de influencias equivale a quedar marcada como alguien que vive del favor político; la apropiación indebida suena a rapiña de lo ajeno; el intrusismo profesional, a impostura; la malversación, a saqueo de lo público. Aunque después se archiven, la sola enumeración deja cicatrices en la reputación y en la vida personal.
Lo inquietante no es solo la amplitud del sumario, sino su carácter cansino. Cada nueva diligencia parece un intento de prolongar el suspense a cualquier precio: exigir el certificado de matrimonio con el presidente, rastrear correos de una asesora, interrogar al propio presidente para preguntarle si está casado con su esposa, pedir listados de llamadas con patrocinadores de una cátedra. Más ruido que pruebas. Y cuando la Audiencia Provincial o el Supremo corregían los excesos, el efecto ya estaba conseguido: titulares de portada que la presentaban como sospechosa de delitos graves, entrevistas de pasillo en las que se pedía al presidente explicaciones inmediatas, comentarios en redes que convertían la acusación en insulto cotidiano. Aunque después llegara el archivo, la imagen de la esposa del jefe del Ejecutivo ya quedaba asociada a la sombra de la corrupción. Esa es la crudeza del daño: se instala en la memoria pública como una condena anticipada.
A todo ello se añade la instrumentalización en la arena pública. Políticos de la oposición y medios afines han hecho de este sumario —como también con el hermano de Sánchez o con el fiscal general— una coartada perfecta para incendiar el relato. Lo que en los autos eran conjeturas, en las tribunas parlamentarias o en las tertulias se transformaba en certezas absolutas, aderezadas con hipérboles. Una reunión se convierte en trama, una diligencia en conspiración, un auto en condena. La justicia se convierte en comodín para avivar pasiones y alimentar el desgaste.
Cada imputación ha ocupado portadas, mientras las rectificaciones apenas encontraban hueco en páginas interiores. El eco mediático amplifica la sospecha y la convierte en un bucle. Y es imposible que millones de titulares, tertulias, comentarios de radio y televisión, memes y bulos compartidos hasta la saciedad —todos aderezados con la emoción del momento— se borren en un par de días con una rectificación judicial. Como han advertido juristas y académicos, esta dinámica encaja en el patrón clásico del lawfare: causas débiles en lo jurídico, pero muy rentables en lo político y mediático.
La persona que ha llevado el ejercicio judicial a tal cuota de extravagancia procesal no es un juez cualquiera. No existen datos públicos ni fuentes recientes que sitúen a otro magistrado de su entorno con un historial tan cargado de negligencias, errores procesales o resoluciones revocadas. Lo suyo es, por ahora, un caso singular: un caleidoscopio de deslices judiciales que ha encendido luces de alarma en instancias superiores y en el debate público. El ejemplo más gráfico de los errores del juez es la causa de la empresa municipal de transportes de Madrid. El magistrado solicitó prorrogar la instrucción cuando ya había caducado el plazo legal. El resultado fue el previsible: archivo automático. ¿Casualidad? Podría ser si no fuera porque poco después ocurrió algo similar con la investigación de una secta que captaba menores. Dos caducidades en dos causas distintas en apenas semanas.
A esta cadena de errores se suman imputaciones que no resistieron la mínima prueba de solidez jurídica. El intento de procesar al ministro Félix Bolaños por falso testimonio y malversación fue revocado por el Tribunal Supremo con un argumento demoledor: no había indicios suficientes y ni siquiera se había dado traslado previo a fiscalía. Lo mismo ocurrió con varias imputaciones anuladas por la Audiencia Provincial, que reprochó falta de motivación y vulneración de derechos fundamentales.
Pese a esos reveses, el eco mediático de cada imputación fue inmediato. Los autos se difundieron con rapidez y lograron su efecto político: sembrar la duda, erosionar la reputación, alimentar titulares. Cuando el Supremo o la Audiencia corrigen al juez, el daño ya está hecho y la rectificación apenas ocupa un rincón en la prensa. Es ahí donde aparece el aroma traicionero del lawfare: no importa perder en lo jurídico si se ha ganado en lo simbólico. El Consejo General del Poder Judicial ha abierto diligencias informativas para determinar si hubo dejación de funciones. No es un gesto menor: implica que el propio órgano de gobierno de los jueces ve motivos para examinar la conducta del magistrado. Y mientras tanto, la ciudadanía asiste a un espectáculo inquietante: ¿es esto justicia o prolongación del campo de batalla político?
La ironía es amarga: el juez que acumula errores y resoluciones revocadas no queda desacreditado en la arena pública, sino que, con el aplauso de la hipocresía, se convierte en protagonista de un relato que erosiona al poder político. Lo que se archiva en los tribunales permanece vivo en la opinión pública. Y esa, al final, es la función de esta guerra: no ganar sentencias, sino titulares.
Ante semejante cadena de despropósitos, la pregunta es inevitable. ¿Acaso el sistema judicial español carece de mecanismos para impedir esta humillación? El problema no es el juez Peinado; centrarse en él sería, como el tonto que mira el dedo cuando le señalan la luna, confundir el síntoma con la enfermedad. Lo verdaderamente grave es que las instituciones llamadas a velar por la legalidad permanezcan impasibles ante el atropello. Y ahí la metáfora de La carta robada de Poe resulta pertinente: el despropósito está a plena vista, sobre la mesa, pero quienes deberían actuar fingen no verlo. Esa ceguera deliberada degrada más a la Justicia que la decisión de un juez concreto. Es una aberración jurídica y no por este magistrado que bordea la prevaricación —lo suyo parece rozar lo psiquiátrico— sino por quienes tendrían que haberlo detenido ya, como sin duda habrían hecho si se tratase de la esposa de Aznar, Rajoy o Feijóo.
Y claro, si un juez tronado puede hostigar de ese modo a una persona supuestamente poderosa, ¿qué no podrán hacer con alguien anónimo e indefenso? Creo que a este juez díscolo alguna autoridad debería recordarle aquello que, con voz grave y cavernosa, Marcos Mundstock, le espeta al grandísimo Daniel Rabinovich en el antológico sketch Esther Píscore: «Está usted reflexionando por caminos sinuosos, parece que ha estado razonando fuera del recipiente».