Casi amanece, la luz se intuye, ya ruge la autovía a lo lejos. Comienza la transición entre lo onírico y lo real, mi amiga la radio me lo recuerda. Debería estar escuchando a los gorriones, pero las cotorras invasoras me lo impiden. Antes de que Morfeo me suelte y caiga de sus brazos a la realidad pétrea, un sonido me desgarra los tímpanos. Un operario del ayuntamiento aplica la ordenanza de “pulcritud moderna” y pone en marcha un aparato soplador de hojas muertas. Estas no son maneras de despertar a nadie, son las ocho menos cuarto y no se me ocurre peor forma de regresar al mundo vivo; las escobas eran más silenciosas.

A medida que se hace de día, un coro de perros compiten entre sí en busca del mejor rapero perruno. Un emulador de Marc Márquez quema rueda poniendo a punto su ciclomotor. Otros vecinos hacen sonar el claxon mientras se insultan de forma no muy creativa. A las nueve menos cuarto, el colegio de primaria que hay frente a mi casa aplica las penúltimas técnicas pedagógicas, pone “música” para animar a los críos a entrar en la escuela sin sufrir una depresión nerviosa. El barrio retumba durante veinte minutos con un espantoso reguetón. Igual llevo toda la vida deprimido y aún no me he dado cuenta; cuando era niño sonaba una sirena durante diez segundos, no hacía falta más.

El ruido lo ha invadido todo, la música consiste en menear el culo y la letra en recitar ripios estúpidos con un hilo de voz distorsionada, que convierte el vino peleón en vino de cartón. Llega el camión naranja y el butanero golpea las bombonas unas contra otras, pura tecnología del siglo XXI, le responde a voces una vecina ¡Butano, una al 5º,1ª! No sé qué pensarían de esto Confucio o Teresa de Jesús, probablemente nada, el ruido lo impediría.

Hay mucho, mucho ruido, demasiado ruido. Los gritos de amor de la vecina del 4º los domingos por la mañana, los chillidos de los niños en el parque, aunque me alegran los sonidos placenteros que son preferibles a los del exprimidor de naranjas del 6º,3ª, o los de la repetición de reproches del matrimonio del 7º,2º. Las campanas de la horrible iglesia moderna de mi barrio se cuelan llamando a la oración. Me entristece el ruido de los trenes que pasan por mi estación sin detenerse nunca, la voz de mi conciencia recordándome las cosas que me callé y las estupideces que dije.

Vivimos tiempos con mucho ruido de fondo, en los que cada vez hay más sordos de conveniencia. Tiempos de tambores de guerra y ruidos de sable. Tiempos populistas en los que cualquier acémila llega al poder a fuerza de rebuznos. Tiempos de ecos, no de voces, de silencios atronadores cómplices de la barbarie en los que la verdad desafina. El gruñido sustituye a la palabra, la palabra se retuerce hasta lo absurdo, lo absurdo parece brillante a los ojos de sordomudos que nunca ven nada.

Con la regla de “tú peor” y de “da igual el atún que el betún”, los interinos padres y madres de la patria se defienden atacando. El relato es lo importante, berrean naderías esperando seducirnos con su ambición. Legiones de pregoneros nos ofrecen desde su trinchera la “muñeca chochona” y el “perrito piloto” en el mismo “Pack… ete”. Qué ruidosa es la tómbola, que no pare, qué divertido. Bendito sea el aburrimiento silencioso que lubrica las neuronas y permite la reflexión pausada, tan escasa en este nuevo y deslumbrante mundo de inmediateces. Odio el ruido de los misiles en Ucrania. Los llantos de los niños que caminan solos en lo que queda de Gaza. Los gritos desesperados de las madres buscando suspiros de vida entre los escombros, la tele lo transmite en diferido en un espacio patrocinado por una marca de comida para gatos.

El silencio es imposible, quiero aislarme del ruido mundano, me concentro en respirar, me gusta, pero me cuesta. Solo puedo huir recordando el sonido del viento soplando sobre los chopos de la vega de Granada en otoño, casi oigo la hierba crecer. Me acaricia la voz melancólica de Billie Holliday bailando muy acaramelada con un clarinete, el sonido fresco de las olas que barren la arena de la Caleta de Cádiz, los lamentos de sangre de Camarón en una soleá. Me emociona la voz de Pavarotti cantando Nessum Dorma en las Termas de Caracalla, el crepitar del fuego en tu chimenea, las “Variaciones Goldberg” de Bach sin Hannibal Lecter. La voz del camarero que me pregunta: ¿Le pongo otra cervecita? Suena en mí “Side Dark the Moon”, escucho a Pink Floyd desde que cumplí diez años, cuando era feliz silbando camino de la escuela y aún no sabía lo hermosa que es la música, ni el rumor de la poesía y lo doloroso que puede llegar a ser el ruido. Todos sentimos en la piel de la memoria sonidos que nos transportan a lugares recónditos, ya vividos.

    “Oye, hijo mío, el silencio.

    Es un silencio ondulado,

    un silencio,

    donde resbalan valles y ecos

    y que inclina las frentes

    hacia el suelo”. (Federico García Lorca)