Los padres de Sebastián, movidos por una cándida inocencia y una preocupante falta de previsión, pusieron un teléfono móvil en manos de su hijo como regalo de primera comunión, cuando su cerebro aún no estaba formado y carecía de toda defensa crítica. Tras aquella carcasa brillante operaba un algoritmo insaciable e insomne, que lo sedujo pronto con certezas instantáneas y memes capaces de simplificar el mundo hasta volverlo irreconocible. Mientras tanto, papá y mamá, orgullosos, creían estar presenciando el florecimiento de un genio digital. La imagen de su hijo -encorvado y con la mirada fija en la pantalla que ellos mismos le entregaron con entusiasmo- era la materialización de las promesas de los millonarios visionarios de Silicon Valley: una generación destinada a cambiar el mundo gracias a su elevada manera de pensar y de procesar la información. Estaban convencidos de que su Sebastián dominaba un universo complejo de herramientas tecnológicas con una soltura que ni ellos ni sus maestros habrían imaginado.
Hasta aquí la fantasía. Pongámonos ahora serios y hablemos con datos. Desde hace unos años, la comunidad científica viene evaluando metódicamente la validez de estas eufóricas afirmaciones. Los resultados han contradicho frontalmente todo ese entusiasmo digital. No existe ninguna prueba convincente que permita sostener tales creencias. Todos los datos disponibles apuntan a lo contrario: los llamados “nativos digitales” son un mito de la cabeza a los pies. Un mito útil para ingenuos. La realidad es que, en cuanto los expertos sacaron a los jóvenes de los usos lúdicos más básicos, comprobaron que el dominio que mostraban sobre las herramientas digitales era, en general, lamentable. Una desmesurada propensión a toquetear el smartphone no convierte a nadie en un genio tecnológico.

Nuestro Sebastián quizás lograba saltar, una y otra vez, entre Facebook y Twitter mientras subía un selfi a Instagram y enviaba un mensaje de texto. Pero cuando se trató de evaluar la información que circulaba por las redes sociales, resultó ser extraordinariamente fácil de engañar. Sus padres, como tantos otros adultos, dieron por hecho que, si su hijo se movía con soltura por las redes, también sabría procesar lo que encontraba en ellas. Pero los estudios demostraban exactamente lo contrario: las nuevas generaciones, incluyendo a Sebastián, presentan pasmosas dificultades para procesar, clasificar, ordenar, evaluar y sintetizar las gigantescas masas de datos que se almacenan en las entrañas de Internet.
Michel Desmurget lo afirma sin rodeos: no existen nativos digitales. No, no existe ese niño mutante digital que algunos han idealizado, infinitamente más curioso, ágil y competente que cualquiera de sus profesores predigitales; ese al que los videojuegos habría dotado de un cerebro más fuerte y voluminoso, y al que los filtros de Snapchat o Instagram habrían llevado su creatividad al máximo nivel. Todo eso no es más que una leyenda. No encontramos ningún aval en la literatura científica.
Y lo más sorprendente es que todo este montón de fantasías ha servido para orientar nuestras políticas públicas, sobre todo en el ámbito educativo, donde este mito permitió mantener -para alegría de una industria floreciente- la digitalización furibunda del sistema. A pesar de que sus resultados son, como mínimo, inquietantes. En el lucrativo negocio del secuestro digital infantil todo el mundo sale ganando… salvo nuestros niños. Pero eso es algo que, aparentemente, a nadie le importa.
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Antes de recibir su propio teléfono móvil como regalo de primera comunión, nuestro protagonista usaba el dispositivo de papá o mamá, protagonizando escenas tan lamentables como descorazonadoras: siendo apenas un niño de dos o tres años, se le veía calladito, sin molestar, atrapado en su espeluznante guardería digital, mientras sus padres, desentendidos, cenaban y tomaban tranquilamente una copa, sabiendo que aquel cachivache electrónico mantendría sedado al retoño. O en casa, en vez de interactuar con ellos, aprendiendo a hablar y a pensar, estimulando ese frágil andamiaje neuronal que se entreteje en los primeros años cuando encuentra colaboración, pasaba horas embobado frente a la pantalla. Una escena que, según Desmurget, resulta un sólido predictor de retrasos en el lenguaje, dificultades atencionales y empobrecimiento cognitivo.
A partir de los tres años, Sebastián -como la mayoría de los niños y niñas que viven en un país occidental- pasaba casi tres horas diarias, de media, delante de las pantallas. Entre los ocho y los doce años, esa cifra ascendió hasta alcanzar prácticamente las cuatro horas y cuarenta y cinco minutos diarios (el mismo tiempo que se requiere para convertirse en un buen violinista). Entre los trece y los dieciocho, el consumo de nuestro protagonista rozará ya las seis horas y cuarenta y cinco minutos. Un despropósito, se mire por donde se mire.
Ya tenemos a nuestro Sebastián con el hábito de pantalla tan natural en él como respirar: adquirido, consolidado y celebrado. Viajando por redes sociales -suponen los padres, henchidos de ingenuidad- se nutrirá de información rica, contrastada y formativa, con la que forjará una personalidad social, tolerante y solidaria. Se empapará de valores cívicos, respeto mutuo y pensamiento crítico. Y todo eso, por supuesto, gratis, sin esfuerzo, sin guía y sin vigilancia. Porque, llegado el momento, ejercerá su derecho al voto con lucidez ejemplar, como corresponde a un ciudadano ilustrado por los mejores referentes de su generación.
(Mañana, Sebastián, discípulo del algoritmo2)