"Cuando llegamos a Barcelona fuimos a vivir a casa de un primo de mi padre. Por eso mi madre llegó más tranquila, porque traía una dirección para que la policía no nos obligara a volver a Fuentes como hacía con los que pillaba en Barcelona sin trabajo y sin un sitio donde vivir. Poco después alquilamos una habitación donde vivíamos los cinco, mi madre, mi padre, mi tía Dolores, mi hermana Julia, muy enferma, y yo. A la hora de dormir una cortina separaba las camas y durante el día, la maleta usada para el viaje servía de mesa para comer. Yo de ese tiempo me acuerdo de jugar en el patio con niños, gitanos y payos, recién llegados como nosotros de todas partes de España".

Así empieza el relato de las hermanas Gertrudis y Julia Urbán López, hijas de Trinidad López y de Rafael Urbán. Trinidad era a su vez hija de Antonio López Lobato (el Rondeño) y Julia Valladares, del Postigo de Fuentes. La historia de la tita Trini estremece por la constancia de aquella mujer fuerte como un titán, pero no de músculo, sino de determinación y entereza, su viaje a Barcelona y su capacidad para salir adelante en medio de la adversidad.

El relato de Gertrudis y Julia continúa así.

"Nuestro viaje de Fuentes a Barcelona, pasando por Sevilla, debió de ser una pesadilla. Debió de serlo porque nosotras éramos muy pequeñas. (Julia tenía meses y estaba gravemente enferma). Nuestro padre, que ya estaba en Barcelona, le tenía dicho a mi madre que si la niña se moría en el viaje no dijera nada hasta llegar a Barcelona porque nos obligarían a bajar del tren en la primera estación que parara. Por eso llevaba a la niña metida en un canasto y a cada instante levantaba la toquilla para ver que todavía respiraba. Si para todo el mundo el traslado a Barcelona en aquel tren desvencijado y maloliente era larguísimo, a ella debió de hacérsele interminable. Como un viaje al fin del mundo. Te lo contamos como ella nos lo contó una y mil veces cuando por fin salimos adelante y nos hicimos mayores junto con nuestros hermanos Rafael y Pepi, nacidos en Barcelona.

Nos contaba nuestra madre que, con el tiempo, Julia se puso buena y las cosas empezaron a mejorar. A Julia la salvó el tratamiento que le puso un médico que no podía ejercer su profesión por haber sido republicano. Franco lo había desterrado a La Luisiana y prohibido trabajar de lo que mejor sabía hacer, sanar enfermos. Se llamaba José Lerma Pina y ojalá alguien busque su biografía y se le pueda hacer un homenaje porque personas así merecen el reconocimiento de toda la sociedad. Nos contaba nuestra madre que el médico que había en Fuentes entonces probó con varios tratamientos y que, ante la ineficacia de todos ellos, concluyó que la niña iba a morir sin remedio.

Gertrudis y Julia Urbán López

No era extraño en aquellos años que un bebé muriera, pero nuestra madre se resistía a aceptarlo. Cuando todo parecía perdido, le hablaron del doctor José Lerma Pina, que vivía en La Luisiana. Decían que era muy bueno, aunque no podía atender enfermos por haber sido despojado del título por su ideología contraria al régimen. Era arriesgado viajar a La Luisiana para llamar a la puerta de un perseguido político. Pero, si no lo hacía, la niña se le moriría en los brazos. Nuestra madre lo pensó durante el fin de semana después de hablarlo con su hermana, la tita Ana, y al día siguiente, el lunes 13 de abril de 1959, iban las dos camino de La Luisiana, encogidas como si fuesen a cometer un delito, a buscar remedio para Julia.

El médico les abrió la puerta. Estamos seguras de que miró a los dos lados de la calle para comprobar que no les veía nadie y las hizo entrar. Estudió a Julia durante largo rato, le diagnosticó distrofia con deshidratación y caquexia acentuada y anemia. Y al final añadió el terrible pronóstico: Grave. El problema fue que el tratamiento era tan costoso que ella no lo podía asumir. Además, en pocos días iba a emigrar a Barcelona siguiendo los pasos de nuestro padre, Rafael Urbán. A duras penas había reunido el dinero para hacer frente al pago de la consulta. Entonces el médico le dijo que no le iba a cobrar la consulta y que cuando llegara a Barcelona le diera la dirección para mandarle los medicamentos hasta que Julia se pusiera bien. ¿Hay o no hay buenas personas?

Muchas veces hemos pensado en la desesperación que la empujó, con dos niñas pequeñas, una a punto de morir, a coger un tren que las llevaba a una ciudad desconocida, sin nada más en las manos que su fortaleza, su determinación a dejar atrás el hambre y buscar una vida mejor. Ahora también los vemos venir así de África, del este y del oeste. Aunque llegan de más lejos, les empuja la misma voluntad que empujó a nuestra madre aquel día mayo de 1959 que se subió al "catalán" implorando "Señor del Calvario, no permitas que mi niña se muera en el tren".

Julia dice que el viaje de su madre con ella muy enferma la estremeció siempre, pero que no entendió bien su dureza hasta que ella misma fue madre.

El relato de Gertrudis y Julia añade que, una vez en Barcelona, las cosas empezaron a mejorar poco a poco. Los mayores andaban siempre atareados en ir y venir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Porque trabajo no faltaba, mal pagado, pero abundante. Todo el trabajo que faltaba en Andalucía parecía haberse concentrado en Cataluña. Barrios enteros surgían de la nada en cuestión de días. Miles de andaluces llegaban a las afueras de Barcelona, se alojaban donde podían y una noche se ponían de acuerdo unos cuantos vecinos para levantar una casa, poco más que una chabola, en la que metían a toda la familia. Cuando al día siguiente llegaba la policía, si la casa tenía techo ya no podían echarla abajo.

Después, peseta a peseta, las iban mejorando hasta convertirlas en verdaderas viviendas, con la misma dignidad de la honradez de sus moradores, pero ya no eran cuatro chapas y un tejado. Uno de aquellos esforzados emigrantes fue Rafael, el padre de las primas Gertrudis, Julia, Rafael y Pepi. El hombre tenía apariencia huraña, pero no lo era. Tierno y grave, derramaba la vista por el suelo más que por el cielo y andaba, como la mayoría de los hombres de su tiempo, lento, torpe con las palabras, pero afanado en resolver no se sabía bien qué grandes misterios de la humanidad. Rafael entró pronto a trabajar en la fábrica Pegaso, pero acostumbrado al campo, no aguantó mucho encerrado en los talleres. Al poco andaba montado en los andamios, trabajo mucho más duro que el de la fábrica, pero aliviado por los vientos libres. Mientras, la tita Trini, como casi todas las mujeres de su época, trasegaba incansable con la épica de las cosas cotidianas, ligera, rápida, resuelta. Como si el orden del mundo cayera sobre sus espaldas.

Pero es mejor seguir escuchando lo que cuentan Gertrudis y Julia.

"Dicho así se ve todo muy triste y miserable, pero no lo era. Tenemos el recuerdo de una infancia feliz, con todo el frío y los sabañones del mundo, pero feliz porque los niños son incapaces de entender el sufrimiento de los mayores. Cantábamos y bailábamos por la noche y la gente se ayudaba. Trabajo no faltaba y trabajando mucho los tres, nuestro padre, nuestra madre y la tita Dolores, poco a poco fueron mejorando y pudieron comprar la parte de abajo de una casa. Pero el motor siempre fue nuestra madre y no paró hasta que consiguió que saliéramos de allí. Fueron años de lentejas sin chorizo para nosotras porque el chorizo era para el bocadillo que nuestro padre se llevaba a la obra el día siguiente.

Trinidad López con su hija Julia en el Calvario

Todo el mundo era pobre, pero solidario. Cuando no llegaba el dinero se compraba fiado. A ella le fiaban porque todo el mundo sabía que lo primero que hacía era ir a pagar cuando en casa entraba el primer jornal. Nosotras éramos las niñas más limpias y bien vestidas del colegio. Nuestra madre trabajaba, cosía y cuidaba de su familia lidiando con un hombre de campo, cerrado y chapado a la antigua, de su época, que la controlaba y no quería que trabajara. En los 70 el barrio cambió mucho. Primero pudimos comprar la planta baja de la casa. Más tarde, la casa entera y hasta un piso en una zona acomodada de la ciudad. Pasados los años, vemos que la vida sigue, que el esfuerzo de nuestra madre valió la pena. Vemos que mis padres fueron expulsados no del paraíso, porque paraíso no era aquel Fuentes de finales de los años 50, y que en Cataluña encontraron otra vida.

Pensamos ahora que nuestra madre fue feliz, al menos durante los últimos años de su vida, aquellos en los que la distancia endulzó los recursos de una infancia y juventud tan huérfanas de comodidades como plagada de coraje. Como todas las mujeres de su época, era tierna y dura, firmemente flexible y gravemente leve. Ella sentía un inmenso agradecimiento, y así nos lo transmitió a sus hijos durante años, hacia aquel médico republicano desconocido que le salvó la vida a Julia. La intervención del doctor Lerma fue un hecho fundacional, el principio de una nueva vida para la familia, en sus inicios no menos cruel que la primera, pero de final feliz dentro de lo que cabe.

Fue Cataluña la que les dio la oportunidad que su tierra les negaba. A ella no creo que le gustara que expliquemos cómo vivíamos. No se cuentan las penas cuando te has ido. Pero sentimos que debemos hacerlo como homenaje a unas mujeres que, como nuestra madre, eran capaces de sacar adelante su casa contra viento y marea. Nuestros padres murieron y descansan lejos de la luz primera que les alumbró, desterrados por los amos de las tierras que les negaron el alimento, extrañados del aire primero que les hinchó el pecho.

Trinidad López rodeada de hijas y nietas, estirpe de mujeres fuertes con raíces en el Postigo