Hace muchos años, mi padre, en el afán de que fuésemos personas de provecho, compró enterita la enciclopedia Espasa Calpe, con sus ciento y pico tomos. Un amigo suyo tuvo una discusión con otro acerca de si ciertos trabajadores eran funcionarios o no. Era la ocasión perfecta para zambullirse en el magno diccionario, que no dio la respuesta que quería oír el amigo de mi padre. Venía a decir que funcionario es la persona que desempeña una función, más allá del tipo de contrato que tenga. Quizá a este hombre se le olvidó añadir a la palabra funcionario el adjetivo público. El caso es que quedó decepcionado con el resultado de mi búsqueda.

Más allá de cualquier enciclopedia, todos entendemos que un funcionario es un servidor público al que no se le puede despedir. El rey es un ejemplo de esto, aunque él no ha tenido que aprobar una oposición, ocupa ese cargo por aquello de la genética. Su trabajo es estético, hacer bonito. Está para leer discursos, cortar cintas y mover acompasadamente la muñeca saludando a las multitudes. Hay dos tipos de servidores públicos, los que toman decisiones y los que las ejecutan. El general da la orden, se lleva los honores si la batalla acaba en victoria y ninguna herida si su división es aniquilada.

El monte arde y lo apagan trabajadores eventuales jugándose el tipo durante jornadas interminables por un sueldo ridículo. En algunos casos, alimentados solo con bocadillos de pan con pan y escasa engañifa. En Zamora una ONG ha tenido que ir a darles de comer, como si fuesen refugiados de alguna guerra, como si no fuesen servidores públicos. En Madrid otro trabajador, un subcontratado por todo un mes, murió mientras limpiaba las calles con 42 grados a la sombra y uniforme de plástico. Esto no es culpa de nadie, al menos no del ayuntamiento, según el alcalde. No sé de qué material está hecha la cara de este señor, si de poliéster o de cemento armado.

En el mundo moderno hay un dinero para realizar un trabajo y se va perdiendo por el camino en contratas y subcontratas hasta que queda tan poco que no alcanza para pagarle a la persona que hace el trabajo. ¿Tenemos que pensar que no era un servidor público? ¿A quién servía entonces? Hace mucho calor ahora y dentro de unos meses hará mucho frío, pero las ciudades y pueblos seguirán funcionando de día y de noche gracias a mujeres y hombres que reparten, limpian, arreglan, podan y vigilan, para que el mundo siga dando vueltas.

Pero, qué es eso para la macroeconomía? ¿Ese esfuerzo cotiza en bolsa? No, la bolsa, los mercados, las contratas y las subcontratas están ahí para cobrar un porcentaje de cualquier euro que se mueva. Ésa es su aportación a la sociedad. Hay que intermediar para que lo que cuesta dos acabe costando seis. Curiosa raza la de los comisionistas. Todos somos conscientes de que la vida sería mucho mejor sin ellos, pero proliferan como champiñones. Están en todas partes haciendo milagros, convirtiendo el vino en agua y los tomates de pera, en caviar Beluga. Es lo que tiene vivir en el país de las verduras y los trileros.

La inmensa mayoría de las personas son servidores públicos porque todo el esfuerzo de su trabajo repercute en el bienestar social. Todos aportamos nuestro granito, chino, o piedra, a la montaña de arena de la sociedad. Bueno, todos no. Otros, los listos, se van llevando a casa la montaña grano a grano, cafetal a cafetal. Son los trabajos más humildes, los invisibles, los que son esenciales de verdad y siempre son los peor considerados ¿Qué sería de nosotros sin los jornaleros, los de aquí o los inmigrantes?

Creíamos que la pandemia había hecho que entendiésemos qué es un trabajo esencial y qué no lo es. Pero mueren de calor barrenderos, albañiles, repartidores… Mientras, el “espabilao” que ganó una pasta gansa vendiendo mascarillas a precio de máscaras venecianas ha sido absuelto por la justicia. Es todo legal, robarle al pueblo cuando las pasa canutas. Es legal y hasta patriótico.

No era este el mundo avanzado, respetuoso, justo y digno en el que yo esperaba vivir cuando me encaneciera el bigote, en los días en que empecé a notar pelusilla bajo la nariz. Entonces yo no podía imaginar que un tipo como Bezos, el tío más rico del mundo, un delincuente dispuesto a acabar con el pequeño comercio sobre la faz de la tierra, mientras explota a trabajadores y proveedores por igual, fuese aclamado por las masas y considerado un prohombre.

Este mundo es un asco, antes y ahora. Supongo que eso lo sabía mi padre sin necesidad de leerse la Espasa Calpe con sus apéndices.