La imagen que muestra a Shamm, la niña palestina de dos años gravemente desnutrida en brazos de su madre en el hospital Nasser de Jan Yunis, en Gaza, el 9 de agosto, es aterradora. La visión de ese sufrimiento extremo de una niña tan pequeña arrastrada por la desesperación estremece el alma de cualquier ser humano con un mínimo de sensibilidad. Es difícil evitar las lágrimas de dolor e impotencia. Una imagen más entre tantas otras similares en su descabellada magnitud. Es lo que Netanyahu, inteligente en su perversión, hace todo lo posible por ocultar: la verdad cruda y brutal de un genocidio en curso. Y lo hace a costa de todo, incluso asesinando a periodistas que intentan mostrar esa realidad al mundo, con récords macabros que buscan borrar el testimonio de quienes se atreven a exponerlo.

El mundo no ha reaccionado como debería, llegamos tarde, muy tarde, y lo que más estremece es que aún estamos atrapados en absurdas discusiones semánticas, cuando lo que está en juego es una tragedia humanitaria sin precedentes, una hambruna y un genocidio provocados deliberadamente. Esta historia no es solo el resultado de la perversidad de un régimen como el de Netanyahu y de un pueblo, el de Israel, que hasta ahora lo apoya mayoritariamente, sino de la complicidad activa de gobiernos que, perdidos en sus intereses, han permitido que esta máquina de muerte y odio siga funcionando con total impunidad. La complicidad necesaria para que este horror se mantenga en marcha es un acto de traición a la humanidad misma.

Israel es un estado paria y genocida a los ojos de casi todo el planeta y merece una respuesta contundente. Si nuestras autoridades se comportan con cobardía, entonces nos toca a nosotros tomar las riendas.

Conviene recordar lo que sucedió con el apartheid, el sistema de segregación racial impuesto en Sudáfrica entre 1948 y 1994. Aquella política condenaba a la mayoría negra a vivir sin derechos, sin dignidad, sin libertad. No podían votar. No podían casarse con personas blancas. No podían caminar por ciertas aceras sin riesgo de ser detenidos. Ante semejante injusticia, la reacción no tardó en extenderse más allá de las fronteras sudafricanas. Millones de personas en todo el mundo decidieron actuar: dejaron de comprar productos sudafricanos; rechazaron asistir a competiciones deportivas o aplaudir a artistas que no se desmarcaban del régimen.

La presión fue subiendo: pronto se exigió a gobiernos y empresas que rompieran relaciones comerciales con Sudáfrica. A esa movilización se sumaron universidades, bancos y fondos de inversión, que retiraron su dinero, empujados por la presión de miles de estudiantes que se negaban a mirar hacia otro lado. Paso a paso, la resistencia fue creciendo, lenta, sostenida, implacable. De este modo se forjó un boicot internacional que funcionó porque millones de personas —consumidores solidarios de todos los rincones del planeta— decidieron, sin recurrir a la violencia, dejar de financiar a un régimen criminal. Y la presión económica, mantenida en el tiempo, terminó por dar sus frutos.

Buscando información sobre la autora de la fotografía que ilustra este artículo, sentí un vuelco en el corazón: Mariam Dagga, periodista visual freelance que colaboraba con la agencia Associated Press y otros medios, murió el 25 de agosto de 2025 durante un ataque israelí al Hospital Nasser en Khan Younis (Jan Yunis, en árabe) en la Franja de Gaza. El ataque fue un double tap: primero un bombardeo contra el hospital; después, un segundo impacto apenas unos minutos más tarde, cuando ya habían llegado periodistas y equipos de rescate. Entre las numerosas víctimas se encontraba Mariam Dagga. Según los reportes oficiales, en el doble ataque murieron al menos cinco periodistas —incluida Dagga— y entre veinte y veintidós personas en total.

Quizá se pregunten qué significa double tap. Yo mismo lo hice, mientras intentaba averiguar más sobre la autora de la fotografía. Se trata de una práctica militar tan simple en su mecánica como siniestra en sus efectos: primero se lanza un bombardeo o un misil sobre un objetivo. Minutos después, cuando acuden rescatistas, sanitarios, periodistas o curiosos al lugar del impacto, se repite el ataque sobre la misma zona. El pretexto es “rematar” lo que quedó en pie, pero en la práctica lo que se multiplica son las víctimas civiles: golpea a quienes acuden a socorrer a los heridos.

Informes de ONG y medios de investigación documentan que Israel ha empleado de manera habitual esta infame estrategia en el genocidio de Gaza, un patrón que especialistas describen como posible crimen de guerra y que forma parte de una estrategia más amplia contra objetivos civiles.